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                                                                                                                                Bogotá a lo lejos

                                                                                                                                Bogotá, ese extraño nombre. La ciudad en la que nací. El primer universo que tuve delante de mis ojos. En esa época era una población más bien oscura, retraída, de menos de dos millones de habitantes. Un mundo opaco, en blanco y negro. Mi abuelo paterno tenía un Studebaker y el materno un Buick. Mis padres, un viejo jeep Nissan y hubo que esperar hasta mediados de los 70 para que pudieran comprar, a crédito, la primera camioneta Renault 12 que se ensambló en el país. En la televisión había tres modestos canales que eran ventanas para mirar la vida en otros países. Yo era aficionado a las series norteamericanas de detectives: Kojak, Columbo o Las calles de San Francisco. Me gustaban las ciudades que se veían ahí. Eran modernas, vitales, salvajemente atractivas. Nosotros, en Bogotá, estábamos lejos de todo y no pesábamos mucho en el mundo. Recibíamos noticias tardías de Europa o Estados Unidos y algo del resto de América Latina. África y Asia eran regiones imaginarias, casi inexistentes por fuera de las novelas de Salgari o Jules Verne. Cuando por fin nos llegaba una moda, lo común era que ya fuera obsoleta en su lugar de origen. Estábamos lejos en la geografía y en la historia, en el pasado y el presente.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Por esos años, tampoco tenía una literatura muy copiosa. Ni novelas ni grandes versos, pues las obras geniales de Gabriel García Márquez estaban referidas al Caribe colombiano, muy lejos de Bogotá, que además era la única capital latinoamericana que no tenía un bolero o una canción conocida. Nadie le cantó nunca algo memorable que pudiera compararse a la lírica de ciudades como La Habana, Buenos Aires, México o Lima. ¿Nunca una bogotana le rompió el corazón a un compositor? Es para mí un gran misterio.

                                                                                                                                La cultura y el arte, sin embargo, estaban ahí. Teníamos un lejano pasado prehispánico al que muchos eran indiferentes, pero que en mi caso, por mis padres, contaba muchísimo y era una fuente de orgullo: los misteriosos artistas de San Agustín y Tierradentro, la cerámica de las culturas muisca, tumaco y calima, la mitología y leyendas chibchas, la magnífica orfebrería quimbaya. En general, la cultura en la Colombia de esos años, vista desde Bogotá, parecía ser lo que en el fondo ha sido siempre, en cualquier lugar: un refugio y una prueba de vida. La ciudad hacía tímidos intentos por existir. “También las ranas pesan en el mundo”, escribió Aristófanes en una de sus comedias. Cuando leí esa frase pensé en Bogotá, tan lejos de todo lo que nos parecía trascendente. ¿Cuál es la balanza que mide su peso? ¿Dónde se ve? El poeta Virgilio Piñera se hizo la misma pregunta sobre Cuba y escribió este verso: “El peso de una isla en el amor de un pueblo”. Pero nadie amaba realmente a Bogotá. No pesaba en nuestros corazones, tan blancos y fríos. Al revés: era como una enfermedad vergonzosa con la cual debíamos convivir en silencio. Pero de esto hace ya mucho.

                                                                                                                                Read more!

                                                                                                                                Bogotá, ese extraño nombre. La ciudad en la que nací. El primer universo que tuve delante de mis ojos. En esa época era una población más bien oscura, retraída, de menos de dos millones de habitantes. Un mundo opaco, en blanco y negro. Mi abuelo paterno tenía un Studebaker y el materno un Buick. Mis padres, un viejo jeep Nissan y hubo que esperar hasta mediados de los 70 para que pudieran comprar, a crédito, la primera camioneta Renault 12 que se ensambló en el país. En la televisión había tres modestos canales que eran ventanas para mirar la vida en otros países. Yo era aficionado a las series norteamericanas de detectives: Kojak, Columbo o Las calles de San Francisco. Me gustaban las ciudades que se veían ahí. Eran modernas, vitales, salvajemente atractivas. Nosotros, en Bogotá, estábamos lejos de todo y no pesábamos mucho en el mundo. Recibíamos noticias tardías de Europa o Estados Unidos y algo del resto de América Latina. África y Asia eran regiones imaginarias, casi inexistentes por fuera de las novelas de Salgari o Jules Verne. Cuando por fin nos llegaba una moda, lo común era que ya fuera obsoleta en su lugar de origen. Estábamos lejos en la geografía y en la historia, en el pasado y el presente.

                                                                                                                                Read more!
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                                                                                                                                Por esos años, tampoco tenía una literatura muy copiosa. Ni novelas ni grandes versos, pues las obras geniales de Gabriel García Márquez estaban referidas al Caribe colombiano, muy lejos de Bogotá, que además era la única capital latinoamericana que no tenía un bolero o una canción conocida. Nadie le cantó nunca algo memorable que pudiera compararse a la lírica de ciudades como La Habana, Buenos Aires, México o Lima. ¿Nunca una bogotana le rompió el corazón a un compositor? Es para mí un gran misterio.

                                                                                                                                La cultura y el arte, sin embargo, estaban ahí. Teníamos un lejano pasado prehispánico al que muchos eran indiferentes, pero que en mi caso, por mis padres, contaba muchísimo y era una fuente de orgullo: los misteriosos artistas de San Agustín y Tierradentro, la cerámica de las culturas muisca, tumaco y calima, la mitología y leyendas chibchas, la magnífica orfebrería quimbaya. En general, la cultura en la Colombia de esos años, vista desde Bogotá, parecía ser lo que en el fondo ha sido siempre, en cualquier lugar: un refugio y una prueba de vida. La ciudad hacía tímidos intentos por existir. “También las ranas pesan en el mundo”, escribió Aristófanes en una de sus comedias. Cuando leí esa frase pensé en Bogotá, tan lejos de todo lo que nos parecía trascendente. ¿Cuál es la balanza que mide su peso? ¿Dónde se ve? El poeta Virgilio Piñera se hizo la misma pregunta sobre Cuba y escribió este verso: “El peso de una isla en el amor de un pueblo”. Pero nadie amaba realmente a Bogotá. No pesaba en nuestros corazones, tan blancos y fríos. Al revés: era como una enfermedad vergonzosa con la cual debíamos convivir en silencio. Pero de esto hace ya mucho.

                                                                                                                                Read more!

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