*Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.
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*Invitamos a nuestros columnistas a contarnos de las ideas que defendieron y que, ahora, perciben de manera diferente. Esta columna es parte del especial #CambiéDeOpinión.
Uno de los sanos ejercicios que todo ser humano debería hacer con frecuencia es la revisión y puesta al día de sus certezas, de lo que considera bello y útil o importante, lo mismo que sus contrarios: los desacuerdos, antipatías y discordias. Cada mañana, al despertar y ver mi cara somnolienta en el espejo, me hago una serie de preguntas retóricas: ¿Quién quisiera ser y para dónde va? (jamás me tuteo) ¿Cree todavía que Rimbaud y Aimé Cesaire son los mejores poetas de lengua francesa? ¿Padece aún el amor no correspondido de la actriz Sophie Marceau? ¿Sigue siendo de izquierda? ¿Persiste en la idea de atacar a Frank Sinatra en su autobiografía? ¿Sigue buscando un apartamentico barato y bien situado en islas Tonga? Respondo que sí a todo y me echo agua helada en la cara, lo más helada posible, evocando al personaje Iván Denísovich, de la novela de Solzhenitsyn, y salgo por ese milagroso primer café, ya seguro de ser la misma persona del día anterior.
Pero hay mañanas en que me asaltan unas tremendas ganas de ser otro. Un odontólogo pensionado, un ex fiscal. Y ser de derecha. Y ser hincha del Nacional, o incluso del Barcelona. Hay días en que quisiera ser paisa o pastuso o guajiro. O noruego. Un novelista social nacido en Christianía. Pero tras el café sigo siendo siempre yo y la verdad es que puedo cambiar pocas cosas. Bueno, puedo cambiar de opinión, eso sí, sobre todo en el terreno de la literatura, que es el mío. Me pasó con Houellebecq, al que no lograba leer hasta que comprendí su mundo. O con Proust, nada menos. Pero la experiencia más drástica la tuve con Camilo José Cela. Cuando vivía en Madrid, en los años 80 del pasado siglo, Cela era una especie de rey de las letras. En la universidad había leído La colmena y La familia de Pascual Duarte, que estaban muy bien, pero eran sus primeros libros, antes de que se convirtiera en esa estruendosa y antipática diva. A partir de ahí vino lo peor. Se había hecho inmensamente rico con sus novelas, lo que no tiene nada malo, excepto porque la que más ganancias le trajo, La catira, fue escrita por encargo para el dictador venezolano Pérez Jiménez, que le pidió una “gran obra literaria venezolana”. Cela tenía además un pasado ambiguo en relación con el franquismo y se decía que había sido censor y aspirante a delator en los años sesenta. Su aspecto ministerial, de vestido y corbata, su arrogancia y el humor chabacano que exhibía en las entrevistas me repugnaba. Era el pastiche de un escritor. De esa idea empolvada de “escritor nacional”. Cuando le dieron el premio Nobel me pareció una solemne payasada, y así quedó la cosa hasta que un día, 40 años después, llegó a mis manos Mazurca para dos muertos. Leí las primeras páginas, como para salir del asunto, pero quedé atrapado. Más que eso: hipnotizado. Su extraña forma de narrar, sin argumento y como trazando círculos de lenguaje en torno a ideas, me pareció grandioso. Original. ¿Sería posible que fuera el mismo gañán? Luego leí Oficio de tinieblas 5, y al terminarla salí a buscar sus demás libros. Su crónica Viaje a la Alcarria me pareció extraordinaria, y ya no paré hasta leerlo todo, o casi, porque fue muy prolífico. Tan verborreico en la escritura como con su bocaza. Un gran escritor y una persona extraña.