La invitación a Francia a un grupo de escritores colombianos, en su mayoría hombres (yo entre ellos), revive una polémica que empezó en el 2010, cuando ocurrió algo parecido con “Les Belles Étrangères”. Esa vez la representación fue sólo masculina. Este año, en cambio, sí hubo escritoras, pero en franca minoría, y el objeto de la polémica es un encuentro donde diez varones estarán frente al público. Y ninguna mujer.
Aplaudo que se reabra el debate, pero me temo que, una vez más, será inútil. Y no necesariamente por mala fe. Por supuesto que hay un tema legal con la equidad de género en las delegaciones oficiales. Ese sería el primer grado. Pero hay una dimensión más profunda que me parece inquietante: ¿por qué hay menos escritoras en los escaparates de las librerías? ¿Por qué en los premios hay menos manuscritos de mujeres? Vivimos en una sociedad eminentemente machista, pero no estoy seguro de que eso explique la totalidad del problema. Suecia, el país más igualitario del planeta, tiene hace décadas varias leyes que obligan a la equidad de género, y aún así no ha logrado la paridad en su literatura. Y si vamos a la Academia Sueca, en la lista de premiados con el Nobel de letras hay sólo 15 mujeres contra más de un centenar de hombres. ¿Por qué? La desproporción es un enigma. Sobre todo sabiendo que las mujeres leen más.
Ahora bien, cabe recordar que el papel de un escritor en una sociedad no lo dictamina un ministerio ni una política cultural, y mucho menos una ley de cuotas. El lugar de un escritor, sea hombre o mujer, lo deciden exclusivamente los lectores. Ellos y sólo ellos. Hombres y mujeres que eligen leer, de acuerdo a sus gustos, lo que otros hombres y mujeres escriben. Es el único camino. Todo intento por crear una sociedad lectora desde preceptos morales, políticos o de cualquier otro tipo, ha naufragado. Con la escurridiza literatura, tanto las buenas intenciones como las malas fracasan. Ahí tenemos el realismo socialista, obligatorio en la Unión Soviética, ¿qué quedó de eso? Hoy leemos a los que murieron en las cárceles, no a quienes siguieron sus directivas. Este ejemplo, muy extremo, muestra que la literatura no puede ser dirigida con leyes, desde arriba, ni siquiera cuando estas se hacen con la mejor intención, como en el caso de Suecia. Porque escribir siempre ha sido un acto solitario, que proviene de abajo. Por eso la literatura es amoral y esencialmente injusta. Y porque ser escritor no es uno de los derechos humanos. Nadie, por escribir y publicar un libro, puede exigir de otro que lo lea o se interese, ni argumentar que si no lo leen le están violando su derecho a existir o a expresarse. Ahí radica la esencial injusticia del arte.
Es del lado de los lectores, quienes deciden quién es quién, donde sí podría hacerse una pedagogía (incluso una revolución), y supongo que el camino correcto es el de Suecia, aún si, como dije más arriba, nada asegura los deseables resultados que permitan a los que escriben, hombres y mujeres, coexistir en plena y absoluta igualdad, cada uno desde su orilla. Porque ser escritor, en el fondo, es pertenecer a un tercer sexo: complejo y brutal, construido con los deshechos, las contradicciones y el desaliento de los dos anteriores.
La invitación a Francia a un grupo de escritores colombianos, en su mayoría hombres (yo entre ellos), revive una polémica que empezó en el 2010, cuando ocurrió algo parecido con “Les Belles Étrangères”. Esa vez la representación fue sólo masculina. Este año, en cambio, sí hubo escritoras, pero en franca minoría, y el objeto de la polémica es un encuentro donde diez varones estarán frente al público. Y ninguna mujer.
Aplaudo que se reabra el debate, pero me temo que, una vez más, será inútil. Y no necesariamente por mala fe. Por supuesto que hay un tema legal con la equidad de género en las delegaciones oficiales. Ese sería el primer grado. Pero hay una dimensión más profunda que me parece inquietante: ¿por qué hay menos escritoras en los escaparates de las librerías? ¿Por qué en los premios hay menos manuscritos de mujeres? Vivimos en una sociedad eminentemente machista, pero no estoy seguro de que eso explique la totalidad del problema. Suecia, el país más igualitario del planeta, tiene hace décadas varias leyes que obligan a la equidad de género, y aún así no ha logrado la paridad en su literatura. Y si vamos a la Academia Sueca, en la lista de premiados con el Nobel de letras hay sólo 15 mujeres contra más de un centenar de hombres. ¿Por qué? La desproporción es un enigma. Sobre todo sabiendo que las mujeres leen más.
Ahora bien, cabe recordar que el papel de un escritor en una sociedad no lo dictamina un ministerio ni una política cultural, y mucho menos una ley de cuotas. El lugar de un escritor, sea hombre o mujer, lo deciden exclusivamente los lectores. Ellos y sólo ellos. Hombres y mujeres que eligen leer, de acuerdo a sus gustos, lo que otros hombres y mujeres escriben. Es el único camino. Todo intento por crear una sociedad lectora desde preceptos morales, políticos o de cualquier otro tipo, ha naufragado. Con la escurridiza literatura, tanto las buenas intenciones como las malas fracasan. Ahí tenemos el realismo socialista, obligatorio en la Unión Soviética, ¿qué quedó de eso? Hoy leemos a los que murieron en las cárceles, no a quienes siguieron sus directivas. Este ejemplo, muy extremo, muestra que la literatura no puede ser dirigida con leyes, desde arriba, ni siquiera cuando estas se hacen con la mejor intención, como en el caso de Suecia. Porque escribir siempre ha sido un acto solitario, que proviene de abajo. Por eso la literatura es amoral y esencialmente injusta. Y porque ser escritor no es uno de los derechos humanos. Nadie, por escribir y publicar un libro, puede exigir de otro que lo lea o se interese, ni argumentar que si no lo leen le están violando su derecho a existir o a expresarse. Ahí radica la esencial injusticia del arte.
Es del lado de los lectores, quienes deciden quién es quién, donde sí podría hacerse una pedagogía (incluso una revolución), y supongo que el camino correcto es el de Suecia, aún si, como dije más arriba, nada asegura los deseables resultados que permitan a los que escriben, hombres y mujeres, coexistir en plena y absoluta igualdad, cada uno desde su orilla. Porque ser escritor, en el fondo, es pertenecer a un tercer sexo: complejo y brutal, construido con los deshechos, las contradicciones y el desaliento de los dos anteriores.