Es realmente asombroso el modo en que el país dirigente, el cual incluye no sólo al Gobierno, sino a muchos medios de prensa, ha ido condenando a los indígenas. La información destaca a diario las cifras de pérdidas, las miles de toneladas que no pudieron pasar y el desabastecimiento, con un tono acuciante de fin del mundo, de apocalipsis del que, según la tendencia, son culpables exclusivamente los indígenas. A diario se habla de las consabidas “vías de hecho”, y se trabaja con ahínco para destruir, desde todos los ángulos, la imagen de los cabildos: que están infiltrados por las disidencias y por el Eln, que son corruptos, que son de las Farc, que son terroristas. Creo haber oído ya que son también violadores de niños, acusación que antes era exclusiva para los exmiembros de las Farc. El resultado es que cada vez más colombianos de estratos medios, esa masa humana que se caracteriza por tragar cualquier opinión sin masticarla, y también por ser insolidaria, ya andan diciendo que lo de la vía Panamericana es el colmo, que esos indios están pidiendo mucho y que no hacen nada con la tierra que ya tienen, y claro, que el Gobierno debería abrir esas carreteras a bala. Duélale a quien le duela. Todo esto se ha oído en nuestro bonito país.
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Es realmente asombroso el modo en que el país dirigente, el cual incluye no sólo al Gobierno, sino a muchos medios de prensa, ha ido condenando a los indígenas. La información destaca a diario las cifras de pérdidas, las miles de toneladas que no pudieron pasar y el desabastecimiento, con un tono acuciante de fin del mundo, de apocalipsis del que, según la tendencia, son culpables exclusivamente los indígenas. A diario se habla de las consabidas “vías de hecho”, y se trabaja con ahínco para destruir, desde todos los ángulos, la imagen de los cabildos: que están infiltrados por las disidencias y por el Eln, que son corruptos, que son de las Farc, que son terroristas. Creo haber oído ya que son también violadores de niños, acusación que antes era exclusiva para los exmiembros de las Farc. El resultado es que cada vez más colombianos de estratos medios, esa masa humana que se caracteriza por tragar cualquier opinión sin masticarla, y también por ser insolidaria, ya andan diciendo que lo de la vía Panamericana es el colmo, que esos indios están pidiendo mucho y que no hacen nada con la tierra que ya tienen, y claro, que el Gobierno debería abrir esas carreteras a bala. Duélale a quien le duela. Todo esto se ha oído en nuestro bonito país.
Pero hay otro modo de verlo: si una comunidad como la indígena va a la huelga no es por fregar la paciencia ni buscar protagonismo, sino porque lo considera justo, y entonces la contraparte que tiene el poder (el Gobierno) resulta ser igual de responsable si pasan los días y no se logra un acuerdo. Un desacuerdo es también entre dos. La injusticia tiene un mal sabor y a nadie le gusta, pero los indígenas ya están hartos. Pedirles que desbaraten la protesta para negociar es, como mínimo, ingenuo, y sobre todo cínico. Le recomendaría a Duque ver el film Novecento, de Bernardo Bertolucci, para que vea los peligros que conlleva el maltrato a los campesinos. ¿Lo entenderá? Aquí los ganaderos tienen 22 millones de hectáreas, sustrayendo a la agricultura las mejores tierras, las más cercanas a las ciudades, pero luego se culpa a los campesinos de tumbar monte para sembrar. A mucha gente le parece exagerado que los indígenas pidan 45.000 hectáreas, pero nadie recuerda que hay cuatro millones de hectáreas despojadas por la fuerza, y que no se ha podido devolver ni un 10 %; y uno de los gremios, el de los ganaderos de don José Félix Lafaurie, acusó de guerrilleros y cuasi terroristas a los campesinos que pretendían recuperar los predios que les quitó la violencia. Igual que hoy se acusa a los indígenas. ¿De quién debe ser, entonces, la tierra? ¿Dónde están esas hectáreas no devueltas? ¿Será que la paz definitiva llegará sólo cuando toda la superficie de Colombia le pertenezca a los ganaderos? ¿Cuando toda Colombia sea un enorme Ubérrimo? Que los latifundistas acumulen hectáreas a nadie le importa; pero si es la minga la que reivindica, se pone el grito en el cielo. Son los valores de un país que se desconoce y que ignora lo esencial. Por eso quienes están hoy en el Gobierno, representando a esos ganaderos y latifundistas, no quieren sentarse a negociar aquello que es el corazón del conflicto. Un conflicto que, también según ellos, nunca existió.