Animado por el espectáculo del Mundial de Catar decidí hacer una experiencia comparativa que consistió en analizar, en la misma semana, algunos partidos de octavos de final de Catar y la final de la liga colombiana de fútbol entre el Independiente Medellín y el Deportivo Pereira. Mi idea era hacer un juicio lo más objetivo posible de nuestro fútbol basado en partidos nacionales e internacionales, y en algunos otros que, por diversos motivos, he podido ver a lo largo del año. El resultado, al menos a mis ojos, fue interesante y aleccionador y podría resumirse en una idea sencilla: nuestro fútbol es como nuestro país, refleja sus carencias, injusticias, desigualdades, violencia y el tremebundo hábito de la astucia y la trampa, además de la corrupción de sus directivos.
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Animado por el espectáculo del Mundial de Catar decidí hacer una experiencia comparativa que consistió en analizar, en la misma semana, algunos partidos de octavos de final de Catar y la final de la liga colombiana de fútbol entre el Independiente Medellín y el Deportivo Pereira. Mi idea era hacer un juicio lo más objetivo posible de nuestro fútbol basado en partidos nacionales e internacionales, y en algunos otros que, por diversos motivos, he podido ver a lo largo del año. El resultado, al menos a mis ojos, fue interesante y aleccionador y podría resumirse en una idea sencilla: nuestro fútbol es como nuestro país, refleja sus carencias, injusticias, desigualdades, violencia y el tremebundo hábito de la astucia y la trampa, además de la corrupción de sus directivos.
Hay que tener en cuenta un hecho incontrovertible: Colombia es el tercer país de América Latina —por detrás de Brasil y Argentina— en número de futbolistas exportados a otros países, sean de Europa, América Latina u otras ligas como la de China y algunas árabes. Esto quiere decir que, desde el punto de vista humano, el fútbol nacional se alimenta de jugadores que nadie quiso comprar fuera del país y a quienes no les quedó otro remedio que quedarse y hacer su carrera en Colombia. Por eso, sin ánimo de dramatizar, se puede decir que el fútbol nacional es ya en esencia una liga de perdedores, de anónimos que no llamaron la atención de los managers internacionales.
Todo se entiende al ver a los jugadores en el campo. Ahí el nivel medio o medio bajo de la liga criolla se evidencia sobre todo en tres aspectos: la mala calidad de los pases, lo que obliga al choque permanente con el rival (de ahí la increíble cantidad de patadones y peleas); la mala técnica para recibir cuando el pase es bueno, lo que hace que el balón golpee en la pierna del destinatario y se aleje un par de metros, obligando al choque con el rival (más patadones y peleas), y el tercero, la increíble cantidad de acciones incoherentes: golpes al balón hacia lo alto o hacia la tribuna, o patadas que vuelan sin tocar el balón y van a la pierna del rival (más peleas). A todo esto deben sumarse dos aspectos: de un lado la pésima calidad de los árbitros, lo que genera una sensación de injusticia y consiguiente violencia (más patadas y peleas) y, del otro, la certeza de que cada partido es una oportunidad individual para ser visto, lo que hace que el jugador pierda la idea de equipo y se concentre en su salvación individual, sentimiento típico de país en desarrollo, lo que provoca infinidad de tiros al arco desviados o repelidos de forma obvia, pues el delantero prefiere eso antes que pasarle la pelota a su compañero, que es un rival en su carrera aspiracional.
Por eso, más que un espectáculo deportivo, nuestro fútbol es la evidencia sociológica del desamparo, la falta de oportunidades y la poca educación. Es hecho por gente ya herida al nacer por la pobreza, la injusticia y la violencia. Y por eso, grosso modo, raro es el partido donde no hay dos o tres penaltis y en el que al menos un jugador no sale expulsado. Y son la mayoría. Por cada James, Falcao o Cuadrado hay centenares de jugadores que no lo lograron y que envejecerán en nuestras tristes canchas peladas, a la espera de una oportunidad que nunca les llegó.