En mi mundo, que es el de las letras, el plagio es el pecado mortal por excelencia. Apropiarse de lo que otros han pensado y escrito equivale a lo más grave y su castigo es el peor de todos: la vergüenza pública, la pérdida del prestigio, el olvido. Tanta es la hondura de la sanción y su costo que, a decir verdad, es muy poco frecuente. Tal vez porque, a la par que un delito, el plagio es en sí mismo una derrota: confesar de antemano la incapacidad de estar a la altura de lo que se pretende. Por eso, por ser tan vergonzante, es tan doloroso.
Gánale la carrera a la desinformación NO TE QUEDES CON LAS GANAS DE LEER ESTE ARTÍCULO
¿Ya tienes una cuenta? Inicia sesión para continuar
En mi mundo, que es el de las letras, el plagio es el pecado mortal por excelencia. Apropiarse de lo que otros han pensado y escrito equivale a lo más grave y su castigo es el peor de todos: la vergüenza pública, la pérdida del prestigio, el olvido. Tanta es la hondura de la sanción y su costo que, a decir verdad, es muy poco frecuente. Tal vez porque, a la par que un delito, el plagio es en sí mismo una derrota: confesar de antemano la incapacidad de estar a la altura de lo que se pretende. Por eso, por ser tan vergonzante, es tan doloroso.
Recuerdo el caso de dos escritores, uno peruano y otro mexicano. El del peruano fue para mí muy triste, pues era nada menos que Alfredo Bryce Echenique, al que siempre admiré y quise mucho. Su plagio fue comprobado en varios textos periodísticos publicados en la revista mexicana Nexos, de la que era columnista. Algo incontrovertible, pues al comparar el original y la copia hasta un niño podía detectar la coincidencia. ¿Cómo se puede negar o justificar? Es imposible. Pero el implicado se defiende, está en su derecho y por lo general empeora las cosas. Alfredo Bryce culpó a su secretaria de haber enviado como suyos algunos textos que había seleccionado para leer más adelante. Nadie le creyó, por supuesto, como no se le cree nunca al que pretende justificar un plagio. Ese año Bryce había ganado un importante premio en México y no se lo anularon, pero, en lugar de la fiesta de entrega en la Feria del Libro de Guadalajara, un administrativo viajó a Lima y le entregó un cheque y una placa sin el menor brillo. El caso del mexicano Sealtiel Alatriste fue más grave: le cancelaron un premio y debió abandonar su cargo de director cultural de la Universidad Nacional Autónoma de México (UNAM). Ambos sufrieron la sanción del olvido. Su prestigio cayó al suelo y sus libros fueron desapareciendo de los anaqueles.
Pero el caso de la presidenta de la Cámara de Representantes, Jennifer Arias, me tiene, como diría Almodóvar, patidifuso. No puedo concebir que alguien cuyo plagio está certificado por peritos, por la universidad que le dio el título, por los autores de los textos originales y por sus antiguos profesores, aún siga diciendo que es inocente de toda culpa y que es un montaje, con el alucinado argumento de que “el verdadero juicio es el de Dios”. ¿Cómo puede alguien tapar el sol con un dedo de ese modo tan torpe? Lo único que podría alegar la presidenta, pero sería casi peor, es que ella no hizo el plagio porque no hizo su propia tesis, sino que le pagó a alguien para que se la hiciera… ¡Y la engañaron! Esto sería más creíble, sobre todo al ver las genialidades que se le ocurren a la distinguida profesional. La brillante idea, por ejemplo, de proponer que el fútbol sea declarado patrimonio nacional inmaterial. Ni un burro sabanero llegaría tan lejos. Pero en el hemiciclo de la Cámara, eso sí, la presidenta plagiaria recibió el apoyo de las bancadas del Gobierno, lo que implica que… ¿Aprueban el plagio? ¿No les molesta el abuso de la propiedad intelectual ni la respetan? No es de extrañar. Al ver sus perfiles se entiende que ninguno de ellos ha hecho el más mínimo trabajo intelectual, de ningún tipo, y es sin duda por eso que no lo enaltecen ni comprenden. Todos honorables miembros, por derecho propio, de la distinguida Academia Asnal.