Presidentes bogotanos: gramáticos, intelectuales, antes que gobernantes
Una de las rarezas de Bogotá, desde el siglo XIX, es la figura del intelectual ultraconservador, erudito, latinista, más preocupado por la suerte de un verso que por la realidad que lo circunda, por severa que sea, viendo en ello un gesto de suprema distinción y clase. Es curiosa esta tradición a la que el profesor inglés Malcolm Deas llamó “la época de los presidentes gramáticos”, y que se sitúa a caballo entre el siglo XIX y el XX. Deas hace un elenco bastante impresionante: el caudillo liberal Rafael Uribe Uribe escribió un Diccionario Abreviado de Galicismos, Provincialismos y Correcciones de Lenguaje de 376 páginas. Su rival conservador, Rufino José Cuervo, respondió con un tratado filológico, las Apuntaciones Críticas sobre el Lenguaje Bogotano, que en 1885 tuvo cuatro ediciones, y dejó inconcluso su monumental Diccionario de construcción y régimen de la lengua española, que solo llegó a la letra “D”. José Manuel Marroquín no se quedó atrás y escribió un Tratado de Ortología y Ortografía Castellana. El hábil político conservador Miguel Antonio Caro se interesó en la filología y escribió el Tratado del Participio, así como una Gramática en compañía de Rufino José Cuervo. El presidente Miguel Abadía Méndez escribió las Nociones de Prosodia Latina y, Santiago Pérez, presidente liberal, el Compendio de Gramática Castellana. El presidente José Vicente Concha no escribió ningún tratado, pero fue editor y librero al tiempo que presidente. Esta tradición de gramáticos y eruditos, de latinistas y filólogos, dejó otra herencia a menudo folclórica: la excesiva valoración de la elocuencia, en lo posible incluyendo algún latinajo. Ignoro en qué momento ni por quién surgió esa expresión burlesca de “retórica greco-caldense” para los congresistas que hacían citas del latín en los debates del Congreso de la República en los que, se decía, estaba prohibido leer en el estrado.
De esta costumbre de intelectuales eruditos, que pertenecían a capas influyentes y adineradas de la sociedad, surgió después la figura del intelectual conservador, de “buena familia”, que tanto se veneró por estas tierras en el siglo XX y de la que formaron parte personajes como Guillermo Valencia, Eduardo Carranza e incluso excelentes prosistas como Germán Arciniegas, que supieron combinar muy bien el poder con la gramática. Los intelectuales heterodoxos, los descastados, fueron lapidados hasta la destrucción por esa misma sociedad bienpensante. Fue el caso de José María Vargas Vila o el poeta Porfirio Barba Jacob. Ambos debieron irse de Colombia a buscar —y encontrar— fortuna en otras tierras menos conservadoras.
Lo paradójico es que el personaje más influyente del mundo intelectual criollo del siglo XX, Gabriel García Márquez, no salió de esa tradición, sino todo lo contrario: de la periferia, del lejano Caribe, de lo que los eruditos bogotanos consideraban la bárbara e incivilizada “tierra caliente”. También el nadaísmo, que renovó la poesía y la sacó de la tiranía del verso clásico, llegó de la periferia. Tal vez porque el arte, desde que a fines del siglo XVIII se emancipó de los palacios de los reyes y de la protección de la iglesia, encontró su lugar en la periferia. Y desde ahí, en la intemperie, obtuvo sus mayores logros.
Una de las rarezas de Bogotá, desde el siglo XIX, es la figura del intelectual ultraconservador, erudito, latinista, más preocupado por la suerte de un verso que por la realidad que lo circunda, por severa que sea, viendo en ello un gesto de suprema distinción y clase. Es curiosa esta tradición a la que el profesor inglés Malcolm Deas llamó “la época de los presidentes gramáticos”, y que se sitúa a caballo entre el siglo XIX y el XX. Deas hace un elenco bastante impresionante: el caudillo liberal Rafael Uribe Uribe escribió un Diccionario Abreviado de Galicismos, Provincialismos y Correcciones de Lenguaje de 376 páginas. Su rival conservador, Rufino José Cuervo, respondió con un tratado filológico, las Apuntaciones Críticas sobre el Lenguaje Bogotano, que en 1885 tuvo cuatro ediciones, y dejó inconcluso su monumental Diccionario de construcción y régimen de la lengua española, que solo llegó a la letra “D”. José Manuel Marroquín no se quedó atrás y escribió un Tratado de Ortología y Ortografía Castellana. El hábil político conservador Miguel Antonio Caro se interesó en la filología y escribió el Tratado del Participio, así como una Gramática en compañía de Rufino José Cuervo. El presidente Miguel Abadía Méndez escribió las Nociones de Prosodia Latina y, Santiago Pérez, presidente liberal, el Compendio de Gramática Castellana. El presidente José Vicente Concha no escribió ningún tratado, pero fue editor y librero al tiempo que presidente. Esta tradición de gramáticos y eruditos, de latinistas y filólogos, dejó otra herencia a menudo folclórica: la excesiva valoración de la elocuencia, en lo posible incluyendo algún latinajo. Ignoro en qué momento ni por quién surgió esa expresión burlesca de “retórica greco-caldense” para los congresistas que hacían citas del latín en los debates del Congreso de la República en los que, se decía, estaba prohibido leer en el estrado.
De esta costumbre de intelectuales eruditos, que pertenecían a capas influyentes y adineradas de la sociedad, surgió después la figura del intelectual conservador, de “buena familia”, que tanto se veneró por estas tierras en el siglo XX y de la que formaron parte personajes como Guillermo Valencia, Eduardo Carranza e incluso excelentes prosistas como Germán Arciniegas, que supieron combinar muy bien el poder con la gramática. Los intelectuales heterodoxos, los descastados, fueron lapidados hasta la destrucción por esa misma sociedad bienpensante. Fue el caso de José María Vargas Vila o el poeta Porfirio Barba Jacob. Ambos debieron irse de Colombia a buscar —y encontrar— fortuna en otras tierras menos conservadoras.
Lo paradójico es que el personaje más influyente del mundo intelectual criollo del siglo XX, Gabriel García Márquez, no salió de esa tradición, sino todo lo contrario: de la periferia, del lejano Caribe, de lo que los eruditos bogotanos consideraban la bárbara e incivilizada “tierra caliente”. También el nadaísmo, que renovó la poesía y la sacó de la tiranía del verso clásico, llegó de la periferia. Tal vez porque el arte, desde que a fines del siglo XVIII se emancipó de los palacios de los reyes y de la protección de la iglesia, encontró su lugar en la periferia. Y desde ahí, en la intemperie, obtuvo sus mayores logros.