Perdí el domingo pasado, y es para mí tan adverso e incompatible el proyecto que ganó en las urnas que, realmente, no me queda más remedio que salir a una plaza con las manos en la nuca y decir “¡me rindo!”. Porque no sólo perdí unas elecciones y una idea de sociedad, sino un país. Un país posible, un país que pugnó por ser real. Un sueño devorado y hecho añicos por la vieja Colombia de siempre. Pero esa es la democracia, claro. Diez millones de compatriotas, algunos asustados y otros muy convencidos, votaron para que esto siguiera siendo lo que ha sido desde hace más de un siglo: una finca con dueños, capataces y peones; una sacristía y un patio de fusilamientos; un club social para blancos (heterosexuales) servido por indígenas, campesinos y afros; una carretera con un soldado detrás de cada árbol y un paisaje de llanuras baldías, con novillos retozando en libertad.
En su discurso de la victoria, Duque dijo que quería ser el mandatario “de todos los colombianos, de la unidad”. Él podrá quererlo y decirlo, está en su derecho, pero jamás será el mío. Yo acepto la derrota, pero digo no. Es mi único, desesperado y casi risible poder: el de decir no. Ellos vencieron, pero al menos a mí no me convencieron, ni me convencerán. Por eso sólo me queda resistir, tal vez en silencio. Y vigilar.
¿A qué le digo no? A un gobierno que, en campaña, se ofreció como el del cambio generacional, pero que debe responderles a tres expresidentes y al pozo séptico de la política reciente. Digo no a una campaña que, en la recta final, prometió no hacer trizas el acuerdo de paz, pero que hoy, sin haberse aún posesionado, conspira contra él. Le digo no a ese neoliberalismo costumbrista que ya aplicó Uribe, según el cual el campesino debe sentirse orgulloso de ser pobre y limpio de corazón, en traje típico, y aceptar que su acceso al capital y a la ciudadanía está históricamente limitado por su condición. No a ese cónclave de vampiros electorales denunciados por la Fiscalía, todos de la coalición del nuevo gobierno. No a esa jauría de viejos mafiosos que pusieron de carnada a un jovencito rubicundo para que el pueblo mordiera el anzuelo, y que ahora dicen, sin vergüenza, que el mozuelo de cachumbos podrá ser el presidente, pero el verdadero jefe es Uribe.
Duque no podrá jamás representarme, pues para ello tendría que traicionar a su jefe. Y no lo hará y no creo que deba hacerlo, aunque estoy seguro de que tarde o temprano Uribe, como Julio César, acabará apuñalado por sus propios senadores, fastidiados por su enorme poder. Si a esa masa electoral no le importó que Uribe fuera sospechoso de crímenes y creación de grupos paramilitares, entre otras cosillas, es porque este país está radicalmente enfermo, y Duque, en el fondo, es sólo el termómetro. Cuesta creer que las mayorías sean así, pero las urnas lo demuestran: son así. Ganaron, ahí tienen el país. Pediría que no humillen a las víctimas ni a las madres de Soacha, que piensen en los campesinos despojados de sus tierras y procuren mantener la paz. Aunque pueden no hacer nada de esto, pues así los eligieron. Quienes perdimos ya veremos qué hacer y cómo resistir, pues perder es un oficio triste, sí, pero también un asunto de valientes. Y por eso volveremos.
Perdí el domingo pasado, y es para mí tan adverso e incompatible el proyecto que ganó en las urnas que, realmente, no me queda más remedio que salir a una plaza con las manos en la nuca y decir “¡me rindo!”. Porque no sólo perdí unas elecciones y una idea de sociedad, sino un país. Un país posible, un país que pugnó por ser real. Un sueño devorado y hecho añicos por la vieja Colombia de siempre. Pero esa es la democracia, claro. Diez millones de compatriotas, algunos asustados y otros muy convencidos, votaron para que esto siguiera siendo lo que ha sido desde hace más de un siglo: una finca con dueños, capataces y peones; una sacristía y un patio de fusilamientos; un club social para blancos (heterosexuales) servido por indígenas, campesinos y afros; una carretera con un soldado detrás de cada árbol y un paisaje de llanuras baldías, con novillos retozando en libertad.
En su discurso de la victoria, Duque dijo que quería ser el mandatario “de todos los colombianos, de la unidad”. Él podrá quererlo y decirlo, está en su derecho, pero jamás será el mío. Yo acepto la derrota, pero digo no. Es mi único, desesperado y casi risible poder: el de decir no. Ellos vencieron, pero al menos a mí no me convencieron, ni me convencerán. Por eso sólo me queda resistir, tal vez en silencio. Y vigilar.
¿A qué le digo no? A un gobierno que, en campaña, se ofreció como el del cambio generacional, pero que debe responderles a tres expresidentes y al pozo séptico de la política reciente. Digo no a una campaña que, en la recta final, prometió no hacer trizas el acuerdo de paz, pero que hoy, sin haberse aún posesionado, conspira contra él. Le digo no a ese neoliberalismo costumbrista que ya aplicó Uribe, según el cual el campesino debe sentirse orgulloso de ser pobre y limpio de corazón, en traje típico, y aceptar que su acceso al capital y a la ciudadanía está históricamente limitado por su condición. No a ese cónclave de vampiros electorales denunciados por la Fiscalía, todos de la coalición del nuevo gobierno. No a esa jauría de viejos mafiosos que pusieron de carnada a un jovencito rubicundo para que el pueblo mordiera el anzuelo, y que ahora dicen, sin vergüenza, que el mozuelo de cachumbos podrá ser el presidente, pero el verdadero jefe es Uribe.
Duque no podrá jamás representarme, pues para ello tendría que traicionar a su jefe. Y no lo hará y no creo que deba hacerlo, aunque estoy seguro de que tarde o temprano Uribe, como Julio César, acabará apuñalado por sus propios senadores, fastidiados por su enorme poder. Si a esa masa electoral no le importó que Uribe fuera sospechoso de crímenes y creación de grupos paramilitares, entre otras cosillas, es porque este país está radicalmente enfermo, y Duque, en el fondo, es sólo el termómetro. Cuesta creer que las mayorías sean así, pero las urnas lo demuestran: son así. Ganaron, ahí tienen el país. Pediría que no humillen a las víctimas ni a las madres de Soacha, que piensen en los campesinos despojados de sus tierras y procuren mantener la paz. Aunque pueden no hacer nada de esto, pues así los eligieron. Quienes perdimos ya veremos qué hacer y cómo resistir, pues perder es un oficio triste, sí, pero también un asunto de valientes. Y por eso volveremos.