Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
En vísperas de una nueva campaña electoral y en medio de una negociación de paz con la guerrilla, me preocupa mucho el nivel de agravios y de descomposición que está alcanzando el lenguaje político.
Nuestros dirigentes, tanto en la oposición como en el Gobierno, tienen la obligación de ser mesurados en las cosas que dicen, tanto en público como en privado. Porque, si esto es el comienzo, ¿cómo estaremos a principios del próximo año? Es cierto que la proliferación de medios de comunicación y la gran expansión de las redes sociales, que han permitido que más personas opinen y que opinen mucho más, han abaratado y desvalorizado el significado de las cosas que se dicen. Como consecuencia de esta saturación, la gente ya no les pone tanta atención, pero, justo porque no les hacen mucho caso, para llamar la atención algunos han incrementado el nivel de las procacidades y de descalificaciones. Se equivoca quien crea que esto es intrascendente y que a las palabras se las lleva el viento sin más. En todos los movimientos y partidos existen elementos que siguen ciegamente a sus líderes, y no es aventurado decir que, entre ellos, por puras leyes de la probabilidad, también existen personas que están en el borde de comportamientos psíquicos extremos. Y en un país que aún tiene niveles de violencia elevados y en donde es relativamente fácil adquirir armas en los mercados negros, un lenguaje crecientemente vituperoso es el caldo de cultivo para actos violentos. Infortunadamente, en nuestro país mucha gente jamás estudió o ha olvidado la historia de los orígenes de la violencia entre liberales y conservadores en los años cuarenta y cincuenta. Pocos, como Alberto Lleras, fueron tan conscientes de las consecuencias devastadoras que podía tener el uso irresponsable del lenguaje sobre la convivencia de una nación. En un discurso de 1945, en la Sociedad de Agricultores de Colombia, que resultó premonitorio de la violencia que vendría después, Lleras afirmó: “El sectarismo urbano, especialmente el de las grandes ciudades, es de palabras, sin riesgos, sin auténticos peligros. Pero a medida que va bajando toma forma, y las acciones van reemplazando el ruido del viento retórico”. Y advirtió: “La palabra imprudente del gobernante o de la oposición se vuelve un garrote en el villorrio, un duelo a machete en el camino rural”.
Y también acusó: “La responsabilidad reside en quienes emplean toda su autoridad para enderezarlos hacia la violencia, como si fuera lo mismo escribir barbaridades o decirlas ante un micrófono, bajo la protección de todos los poderes y de la civilización urbana, que ponerle el pecho a un adversario fanático en el cruce de dos veredas”. Si Lleras escribiera hoy en día hablaría no de machetes, sino de armas automáticas, no sólo de micrófonos, sino también de redes sociales, y no de un cruce de dos veredas, sino de bombas en un semáforo de las grandes ciudades. Si algo falta en Colombia es valentía, pero no para decir barbaridades sino para criticar y aceptar la crítica en debates bien estructurados. Hace falta la razón comunicativa, que fue la que nos elevó a las personas sobre las bestias y nos transformó en humanos. Esa es la razón que trata a los otros seres humanos, no como objetos, sino como sujetos iguales a nosotros mismos. Lo otro es aullar como las bestias.