Ayer, 14 de junio, se cumplieron 100 años de la muerte de Max Weber, uno de los grandes pensadores de la cultura occidental. Sociólogo, historiador, economista y filósofo, Weber fue un tipo intelectual ya muy escaso en nuestra época, donde prima la superespecialización del pensamiento.
Además de sus análisis sobre economía, Estado y sociedad, recopilados después de su muerte en dos grandes tomos, Economía y Sociedad, es más conocido por sus estudios sobre el impacto recíproco entre la religión y la sociedad, expuestos en su Sociología de la religión. En particular, fue muy influyente La ética protestante y el espíritu del capitalismo, donde resalta el papel del protestantismo sobre el desarrollo capitalista, una tesis muy difundida a la vez que criticada, aunque Weber le prestó más importancia a la causalidad inversa, al efecto del capitalismo sobre la religión. Porque, influido por Nietzsche, argumenta que el desarrollo capitalista acabó con su primogenitora, la religión, al plantear que en las sociedades occidentales todas las actividades humanas, como la economía, el derecho, la política, la medicina o las artes, si bien han permitido un nivel de progreso material y bienestar jamás imaginado, han hecho al mismo tiempo que los seres humanos queden atrapados y dominados por una racionalidad meramente instrumental, una técnica y un cálculo expresados en términos prácticamente utilitaristas y matemáticos. Ese tipo de racionalización ha encerrado a los humanos en una “jaula de hierro,” alejándolos de Dios o de los dioses, queriendo decir que los han despojado de los grandes valores y de las grandes preguntas sobre su razón de ser y sobre el sentido de su existencia.
En su célebre conferencia “La ciencia como vocación”, dictada en Múnich un año antes de morir, denominó esta sujeción de la humanidad a la técnica y a la razón meramente instrumental como “el desencantamiento del mundo”, un concepto luego tomado, bajo diferentes denominaciones, por otros pensadores del siglo XX, como Heidegger, Husserl, Ortega y Gasset y, más recientemente, por Luhmann y Habermas. Luhmann, por ejemplo, argumenta que, ante su marcada diferenciación funcional, las sociedades modernas se constituyeron en sistemas, como el económico, el jurídico y el político, con lenguajes especializados que no se entienden entre sí, cada uno de ellos dominados por una racionalidad meramente instrumental, como argumentó Weber.
Ante eso, Habermas propone defender el “Mundo de la vida”, un concepto que tomó de Husserl, esa capacidad que seguimos teniendo los humanos para separarnos de los sistemas y retornar a ese dominio precientífico, personal y subjetivo en el cual podemos reconocernos a nosotros mismos y reflexionar en compañía de nuestros familiares y amigos sobre lo que somos, sobre el sentido de nuestra existencia, recapacitar sobre dónde estamos, de dónde venimos y ser conscientes también de nuestras debilidades y, sobre todo, de nuestra finitud.
Además de la mencionada conferencia, es de lectura obligada su hermana gemela, “La política como vocación”, en la que plantea, entre otros temas, su definición del Estado como la entidad que tiene el monopolio de la fuerza legítima sobre un determinado territorio, un concepto crucial para entender la debilidad institucional de Colombia, y la difícil dualidad que enfrentan sobre todo los políticos entre la ética de los principios y la ética de las consecuencias. Cien años después de su muerte, causada por la gripe española, las grandes preguntas de Max Weber sobre la modernidad siguen vigentes.
Ayer, 14 de junio, se cumplieron 100 años de la muerte de Max Weber, uno de los grandes pensadores de la cultura occidental. Sociólogo, historiador, economista y filósofo, Weber fue un tipo intelectual ya muy escaso en nuestra época, donde prima la superespecialización del pensamiento.
Además de sus análisis sobre economía, Estado y sociedad, recopilados después de su muerte en dos grandes tomos, Economía y Sociedad, es más conocido por sus estudios sobre el impacto recíproco entre la religión y la sociedad, expuestos en su Sociología de la religión. En particular, fue muy influyente La ética protestante y el espíritu del capitalismo, donde resalta el papel del protestantismo sobre el desarrollo capitalista, una tesis muy difundida a la vez que criticada, aunque Weber le prestó más importancia a la causalidad inversa, al efecto del capitalismo sobre la religión. Porque, influido por Nietzsche, argumenta que el desarrollo capitalista acabó con su primogenitora, la religión, al plantear que en las sociedades occidentales todas las actividades humanas, como la economía, el derecho, la política, la medicina o las artes, si bien han permitido un nivel de progreso material y bienestar jamás imaginado, han hecho al mismo tiempo que los seres humanos queden atrapados y dominados por una racionalidad meramente instrumental, una técnica y un cálculo expresados en términos prácticamente utilitaristas y matemáticos. Ese tipo de racionalización ha encerrado a los humanos en una “jaula de hierro,” alejándolos de Dios o de los dioses, queriendo decir que los han despojado de los grandes valores y de las grandes preguntas sobre su razón de ser y sobre el sentido de su existencia.
En su célebre conferencia “La ciencia como vocación”, dictada en Múnich un año antes de morir, denominó esta sujeción de la humanidad a la técnica y a la razón meramente instrumental como “el desencantamiento del mundo”, un concepto luego tomado, bajo diferentes denominaciones, por otros pensadores del siglo XX, como Heidegger, Husserl, Ortega y Gasset y, más recientemente, por Luhmann y Habermas. Luhmann, por ejemplo, argumenta que, ante su marcada diferenciación funcional, las sociedades modernas se constituyeron en sistemas, como el económico, el jurídico y el político, con lenguajes especializados que no se entienden entre sí, cada uno de ellos dominados por una racionalidad meramente instrumental, como argumentó Weber.
Ante eso, Habermas propone defender el “Mundo de la vida”, un concepto que tomó de Husserl, esa capacidad que seguimos teniendo los humanos para separarnos de los sistemas y retornar a ese dominio precientífico, personal y subjetivo en el cual podemos reconocernos a nosotros mismos y reflexionar en compañía de nuestros familiares y amigos sobre lo que somos, sobre el sentido de nuestra existencia, recapacitar sobre dónde estamos, de dónde venimos y ser conscientes también de nuestras debilidades y, sobre todo, de nuestra finitud.
Además de la mencionada conferencia, es de lectura obligada su hermana gemela, “La política como vocación”, en la que plantea, entre otros temas, su definición del Estado como la entidad que tiene el monopolio de la fuerza legítima sobre un determinado territorio, un concepto crucial para entender la debilidad institucional de Colombia, y la difícil dualidad que enfrentan sobre todo los políticos entre la ética de los principios y la ética de las consecuencias. Cien años después de su muerte, causada por la gripe española, las grandes preguntas de Max Weber sobre la modernidad siguen vigentes.