Regresé a Bogotá después de vivir algunos años fuera de Colombia, y una de las cosas que más me llamó la atención fue ver a muchachos en bicicleta y chaqueta naranja amontonados frente a los restaurantes. Pregunté por ellos y un amigo hizo una apología de una empresa colombiana llamada Rappi, que había generado una innovación sin precedentes: tú descargas una aplicación, y a través de ella se le pide a alguien que haga el mandado que te dé la gana, siempre y cuando no sea ilegal.
La verdad, sí tiene precedentes. Rappi, que inició en agosto de 2015, me parece una copia de la aplicación Glovo, que inició en Barcelona en marzo de 2015.
Esto no fue lo que me molestó, sino en primer lugar, la impresión de que esta brillante idea creaba una capa de lacayos vestidos de anaranjado. Por supuesto, la sociedad colombiana, donde históricamente se ha normalizado el tener sirvientes a quienes se les paga una miseria, no iba a ver el tufillo a desmedido privilegio que despedía el modelo de Rappi.
Luego vi que a la empresa le llovían flores. No me extrañó que la elogiara el presidente Iván Duque, un yuppie de razonamiento simple. Me extraño más que casi todos los grandes medios de comunicación hicieran la apología de Rappi.
Un negocio como Rappi sólo puede prosperar en un país con serias fracturas laborales y económicas, como lo son Colombia -o incluso España, donde se inventó esta idea-. Por supuesto que los creadores del negocio no son responsables de dichas fracturas, ni lo son probablemente la mayoría de sus usuarios -aunque quizás sí unos pocos-, pero hay que ver de qué manera se benefician. Ya no tienen que ir al supermercado ni invertir su valioso tiempo en tareas cotidianas. Alguien cuyo tiempo vale menos, muchísimo menos, lo hará por ellos.
Esto, sin embargo, no es más que mi sensibilidad personal. Al fin y al cabo no hay nada degradante en hacerle a otra persona el mercado. Lo grave es otra cosa. Se está reemplazando lo que debería ser empleo formal por empleo informal, para beneficiar a unos inversionistas. La supuesta revolución de las "apps" está creando empresas que les permite a los socios capitalistas saltarse las leyes laborales a las que se llegó tras medio siglo de luchas sociales.
Se habla de explotación porque los dueños de estas empresas se están enriqueciendo sobre la base de la precariedad laboral. El modelo de negocios de Rappi está basado en la dramática ausencia de empleo formal y acceso a la educación superior, así como en la enorme cantidad de inmigrantes venezolanos que están a la deriva, buscando medios de subsistencia para no caer en la miseria.
Dirán que estas son quejas de un ingenuo mamerto que no ve en Rappi una empresa pujante, que le está dando un medio de vida a personas que de otra manera estarían en la calle. Si eso piensa usted al leer estas líneas, está cayendo en la trampa con que se justifica la explotación. Ahora que celebramos el 12 de octubre, la situación es comparable a la lógica que aplicaban los españoles sobre los indígenas durante la mita y la encomienda. Se beneficiaban desproporcionadamente de su trabajo, pero al menos los estaban catequizando y civilizando.
En un mercado laboral funcional, que respeta al trabajador, el empleador tiene ciertas responsabilidades hacia su empleado, no es simplemente un intermediario entre el consumidor y el trabajador. ¿Los trabajadores de Rappi tienen prestaciones sociales? ¿Se les facilitan los medios para poder realizar su trabajo, como las bicicletas o las motos? ¿Tienen derecho a remuneración por accidentes laborales o incapacidades?
Si no, ¿entonces qué tiene de valioso este modelo? Si Postobon o Bavaria no tuviera una nómina, sino que le pagara a cada empleado 50 pesos por bebida que embotellara (y que además lo hiciera invadiendo el espacio público), no creo que la empresa sería presentada como un modelo mundial de emprendimiento innovador, o al menos eso espero. ¿A los programadores de las aplicaciones de Rappi también les pagan por línea de código que escriban y no tienen prestaciones? Si ellos pueden hacer parte de la nómina de la empresa, ¿por qué los "rapitenderos" no? ¿Son acaso trabajadores de segunda categoría?
Quizás la solución es que una empresa valorada en 1.000 millones de dólares formalice a sus empleados. Ah, pero entonces no podría estar tan bien valorada. Generaría demasiados costos y no podría aprovechar la mano de obra de inmigrantes sin visa de trabajo. En suma, tendría que acogerse a las leyes laborales y el modelo perdería su atractivo. Podría incluso desaparecer, ¿y eso acaso a quién beneficia? ¿No es preferible que una persona tenga trabajo sin prestaciones sociales a que no tenga trabajo?
Hay que hacerse muy seriamente la pregunta de si esta fórmula del "microemprendedor" no está enmascarando un fraude laboral.
Los esquemas empresariales que se aprovechan de la subcontratación, la irregularidad, la precariedad económica y la ausencia de seguridad social no deberían aplaudirse como logros de un país, sino como señales de alerta de que algo en él anda muy mal.
Vuelvo entonces a mi punto inicial: es explotación pura y dura, así esté lustrada por un barniz de neologismos y anglicismos ("app", "startup", "economía naranja", "microemprendedor"). Si quieren aplaudirlo, adelante, pero no se engañen, en un país con una estructura laboral funcional uno no podría pedirle, sin vergüenza, al migrante de un país vecino llevado por la miseria o a un desempleado, que haga un mandado a cambio de pagarle un dólar o dos... y rápido.
Twitter: @santiagovillach
Regresé a Bogotá después de vivir algunos años fuera de Colombia, y una de las cosas que más me llamó la atención fue ver a muchachos en bicicleta y chaqueta naranja amontonados frente a los restaurantes. Pregunté por ellos y un amigo hizo una apología de una empresa colombiana llamada Rappi, que había generado una innovación sin precedentes: tú descargas una aplicación, y a través de ella se le pide a alguien que haga el mandado que te dé la gana, siempre y cuando no sea ilegal.
La verdad, sí tiene precedentes. Rappi, que inició en agosto de 2015, me parece una copia de la aplicación Glovo, que inició en Barcelona en marzo de 2015.
Esto no fue lo que me molestó, sino en primer lugar, la impresión de que esta brillante idea creaba una capa de lacayos vestidos de anaranjado. Por supuesto, la sociedad colombiana, donde históricamente se ha normalizado el tener sirvientes a quienes se les paga una miseria, no iba a ver el tufillo a desmedido privilegio que despedía el modelo de Rappi.
Luego vi que a la empresa le llovían flores. No me extrañó que la elogiara el presidente Iván Duque, un yuppie de razonamiento simple. Me extraño más que casi todos los grandes medios de comunicación hicieran la apología de Rappi.
Un negocio como Rappi sólo puede prosperar en un país con serias fracturas laborales y económicas, como lo son Colombia -o incluso España, donde se inventó esta idea-. Por supuesto que los creadores del negocio no son responsables de dichas fracturas, ni lo son probablemente la mayoría de sus usuarios -aunque quizás sí unos pocos-, pero hay que ver de qué manera se benefician. Ya no tienen que ir al supermercado ni invertir su valioso tiempo en tareas cotidianas. Alguien cuyo tiempo vale menos, muchísimo menos, lo hará por ellos.
Esto, sin embargo, no es más que mi sensibilidad personal. Al fin y al cabo no hay nada degradante en hacerle a otra persona el mercado. Lo grave es otra cosa. Se está reemplazando lo que debería ser empleo formal por empleo informal, para beneficiar a unos inversionistas. La supuesta revolución de las "apps" está creando empresas que les permite a los socios capitalistas saltarse las leyes laborales a las que se llegó tras medio siglo de luchas sociales.
Se habla de explotación porque los dueños de estas empresas se están enriqueciendo sobre la base de la precariedad laboral. El modelo de negocios de Rappi está basado en la dramática ausencia de empleo formal y acceso a la educación superior, así como en la enorme cantidad de inmigrantes venezolanos que están a la deriva, buscando medios de subsistencia para no caer en la miseria.
Dirán que estas son quejas de un ingenuo mamerto que no ve en Rappi una empresa pujante, que le está dando un medio de vida a personas que de otra manera estarían en la calle. Si eso piensa usted al leer estas líneas, está cayendo en la trampa con que se justifica la explotación. Ahora que celebramos el 12 de octubre, la situación es comparable a la lógica que aplicaban los españoles sobre los indígenas durante la mita y la encomienda. Se beneficiaban desproporcionadamente de su trabajo, pero al menos los estaban catequizando y civilizando.
En un mercado laboral funcional, que respeta al trabajador, el empleador tiene ciertas responsabilidades hacia su empleado, no es simplemente un intermediario entre el consumidor y el trabajador. ¿Los trabajadores de Rappi tienen prestaciones sociales? ¿Se les facilitan los medios para poder realizar su trabajo, como las bicicletas o las motos? ¿Tienen derecho a remuneración por accidentes laborales o incapacidades?
Si no, ¿entonces qué tiene de valioso este modelo? Si Postobon o Bavaria no tuviera una nómina, sino que le pagara a cada empleado 50 pesos por bebida que embotellara (y que además lo hiciera invadiendo el espacio público), no creo que la empresa sería presentada como un modelo mundial de emprendimiento innovador, o al menos eso espero. ¿A los programadores de las aplicaciones de Rappi también les pagan por línea de código que escriban y no tienen prestaciones? Si ellos pueden hacer parte de la nómina de la empresa, ¿por qué los "rapitenderos" no? ¿Son acaso trabajadores de segunda categoría?
Quizás la solución es que una empresa valorada en 1.000 millones de dólares formalice a sus empleados. Ah, pero entonces no podría estar tan bien valorada. Generaría demasiados costos y no podría aprovechar la mano de obra de inmigrantes sin visa de trabajo. En suma, tendría que acogerse a las leyes laborales y el modelo perdería su atractivo. Podría incluso desaparecer, ¿y eso acaso a quién beneficia? ¿No es preferible que una persona tenga trabajo sin prestaciones sociales a que no tenga trabajo?
Hay que hacerse muy seriamente la pregunta de si esta fórmula del "microemprendedor" no está enmascarando un fraude laboral.
Los esquemas empresariales que se aprovechan de la subcontratación, la irregularidad, la precariedad económica y la ausencia de seguridad social no deberían aplaudirse como logros de un país, sino como señales de alerta de que algo en él anda muy mal.
Vuelvo entonces a mi punto inicial: es explotación pura y dura, así esté lustrada por un barniz de neologismos y anglicismos ("app", "startup", "economía naranja", "microemprendedor"). Si quieren aplaudirlo, adelante, pero no se engañen, en un país con una estructura laboral funcional uno no podría pedirle, sin vergüenza, al migrante de un país vecino llevado por la miseria o a un desempleado, que haga un mandado a cambio de pagarle un dólar o dos... y rápido.
Twitter: @santiagovillach