La dinámica cambió y el vocabulario de uso se quedó corto para describir esta nueva configuración de la ilegalidad en la etapa posterior al Acuerdo con las Farc. Más allá de que se haya incumplido lo pactado en el Acuerdo de La Habana por parte de uno u otro bando, de forma que no se sabe si estamos en la etapa del “posacuerdo” (o si llegaremos a estarlo), hemos heredado una serie de palabras desde los años 90 que son difíciles de encajar con el estado actual de la violencia.
“Paramilitar” es una palabra que cada vez me incomoda más. La entiendo como organizaciones ilegales de civiles armados que dan apoyo a las fuerzas armadas estatales en la lucha contra la insurgencia. Era una definición que hace 15 años no tenía mayor discusión. Después del 2005, la gran pregunta era si seguían existiendo o no los paramilitares, cuando poco a poco se demostró que se habían reorganizado bandas a la cabeza de sujetos que nunca se desmovilizaron dentro del marco de Justicia y Paz.
Ya poco se habla de bacrim, o bandas criminales, aunque esa forma de describir el fenómeno de las bandas que sucedieron a los paramilitares me parece más acertada. Al tiempo que inició el proceso de paz con las Farc, y se redujo o terminó la colaboración entre altos oficiales del Estado y grupos armados para luchar contra los grupos guerrilleros, los paramilitares parecían ser cosa del pasado.
Hay un elemento de su accionar que se ha mantenido intacto, sin embargo, y es la cercanía de estos grupos armados con políticos y terratenientes. Alianza que eventualmente lleva al paramilitarismo, pues si el político con vínculos criminales entra a hacer parte del Estado, esos criminales terminarían protegidos por la institucionalidad.
La diferencia esencial radica en que ya no existe la misma coordinación de estos vínculos para presionar a favor de una agenda antiizquierda. Los asesinatos a líderes locales, por lo pronto, no responden a una acción coordinada contra un movimiento político (como sucedió durante los 80 con la UP), sino al uso del homicidio para mantener el poder regional (proteger esquemas de corrupción, control sobre rutas de narcotráfico e influencia local), y lo practican por igual grupos que se atribuyen la bandera de la izquierda (como las disidencias de las Farc y el Eln), como grupos armados sin la ideología supuestamente revolucionaria.
En la entrevista hecha por Cecilia Orozco a Camilo González Posso, presidente del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), publicada por este diario el 29 de junio, hay varias preguntas dirigidas a resolver la dificultad que nos presenta esta palabra en el contexto actual. González Posso da a entender que la palabra “paramilitar” sigue siendo relevante en la medida que hay ciertos indicios de su rebrote. Copio el párrafo completo de su respuesta:
“Hay varios indicios de rebrote del paramilitarismo desde distintos orígenes: dentro de entidades del Estado y la Fuerza Pública, hay gente que quiere volver a esquemas de seguridad que incluyen a miles de civiles subordinados como agentes de inteligencia; se han lanzado alertas sobre el peligro de arreglos con grupos criminales para lograr efectividad en la neutralización de los objetivos de alto valor. En unos sectores privados, especialmente favorables a los terratenientes, se presiona para retornar a modelos de autodefensa con autorización de uso de armas de combate o con la formación de unidades de seguridad privada con capacidad de emprender acciones contrainsurgentes o contra grupos armados”.
Pero por lo pronto son indicios y llamados. Más que ser “paramilitares”, definiría a los grupos actuales como fuerzas “paraestatales”. Esto permite visibilizar mejor tanto la cercanía de los grupos violentos con políticos locales y regionales, como su pretensión de dominar áreas geográficas que coinciden con sus intereses económicos. Este término también resalta que el problema esencial de violencia en Colombia no es ausencia de fuerzas militares, sino ausencia de Estado. Es en esos lugares abandonados donde los grupos paraestatales siempre tendrán campo de maniobra, y donde siempre resurgirán a pesar de los procesos de paz.
Dicho esto, cierro con la aclaración de que el paramilitarismo no es muerto enterrado. Al contrario, coincido con González Posso en que probablemente comenzará a tomar auge, a medida que los intereses económicos y la seguridad de los empresarios rurales se vean más amenazados con el impulso que tomen los grupos disgregados que componen el panorama actual.
Twitter: @santiagovillach
La dinámica cambió y el vocabulario de uso se quedó corto para describir esta nueva configuración de la ilegalidad en la etapa posterior al Acuerdo con las Farc. Más allá de que se haya incumplido lo pactado en el Acuerdo de La Habana por parte de uno u otro bando, de forma que no se sabe si estamos en la etapa del “posacuerdo” (o si llegaremos a estarlo), hemos heredado una serie de palabras desde los años 90 que son difíciles de encajar con el estado actual de la violencia.
“Paramilitar” es una palabra que cada vez me incomoda más. La entiendo como organizaciones ilegales de civiles armados que dan apoyo a las fuerzas armadas estatales en la lucha contra la insurgencia. Era una definición que hace 15 años no tenía mayor discusión. Después del 2005, la gran pregunta era si seguían existiendo o no los paramilitares, cuando poco a poco se demostró que se habían reorganizado bandas a la cabeza de sujetos que nunca se desmovilizaron dentro del marco de Justicia y Paz.
Ya poco se habla de bacrim, o bandas criminales, aunque esa forma de describir el fenómeno de las bandas que sucedieron a los paramilitares me parece más acertada. Al tiempo que inició el proceso de paz con las Farc, y se redujo o terminó la colaboración entre altos oficiales del Estado y grupos armados para luchar contra los grupos guerrilleros, los paramilitares parecían ser cosa del pasado.
Hay un elemento de su accionar que se ha mantenido intacto, sin embargo, y es la cercanía de estos grupos armados con políticos y terratenientes. Alianza que eventualmente lleva al paramilitarismo, pues si el político con vínculos criminales entra a hacer parte del Estado, esos criminales terminarían protegidos por la institucionalidad.
La diferencia esencial radica en que ya no existe la misma coordinación de estos vínculos para presionar a favor de una agenda antiizquierda. Los asesinatos a líderes locales, por lo pronto, no responden a una acción coordinada contra un movimiento político (como sucedió durante los 80 con la UP), sino al uso del homicidio para mantener el poder regional (proteger esquemas de corrupción, control sobre rutas de narcotráfico e influencia local), y lo practican por igual grupos que se atribuyen la bandera de la izquierda (como las disidencias de las Farc y el Eln), como grupos armados sin la ideología supuestamente revolucionaria.
En la entrevista hecha por Cecilia Orozco a Camilo González Posso, presidente del Instituto de Estudios para el Desarrollo y la Paz (Indepaz), publicada por este diario el 29 de junio, hay varias preguntas dirigidas a resolver la dificultad que nos presenta esta palabra en el contexto actual. González Posso da a entender que la palabra “paramilitar” sigue siendo relevante en la medida que hay ciertos indicios de su rebrote. Copio el párrafo completo de su respuesta:
“Hay varios indicios de rebrote del paramilitarismo desde distintos orígenes: dentro de entidades del Estado y la Fuerza Pública, hay gente que quiere volver a esquemas de seguridad que incluyen a miles de civiles subordinados como agentes de inteligencia; se han lanzado alertas sobre el peligro de arreglos con grupos criminales para lograr efectividad en la neutralización de los objetivos de alto valor. En unos sectores privados, especialmente favorables a los terratenientes, se presiona para retornar a modelos de autodefensa con autorización de uso de armas de combate o con la formación de unidades de seguridad privada con capacidad de emprender acciones contrainsurgentes o contra grupos armados”.
Pero por lo pronto son indicios y llamados. Más que ser “paramilitares”, definiría a los grupos actuales como fuerzas “paraestatales”. Esto permite visibilizar mejor tanto la cercanía de los grupos violentos con políticos locales y regionales, como su pretensión de dominar áreas geográficas que coinciden con sus intereses económicos. Este término también resalta que el problema esencial de violencia en Colombia no es ausencia de fuerzas militares, sino ausencia de Estado. Es en esos lugares abandonados donde los grupos paraestatales siempre tendrán campo de maniobra, y donde siempre resurgirán a pesar de los procesos de paz.
Dicho esto, cierro con la aclaración de que el paramilitarismo no es muerto enterrado. Al contrario, coincido con González Posso en que probablemente comenzará a tomar auge, a medida que los intereses económicos y la seguridad de los empresarios rurales se vean más amenazados con el impulso que tomen los grupos disgregados que componen el panorama actual.
Twitter: @santiagovillach