Yo quisiera creer que realmente, hasta el momento de escribir estas líneas, en Colombia sólo tenemos 2.776 casos y 109 muertes por la COVID-19 y que, por tanto, la drástica medida del confinamiento está dando resultados y no tendremos una tragedia de grandes proporciones. Pero hay varios motivos que no me permiten estar tranquilo. Hoy me quiero referir a dos de ellos: saber que vivo en uno de los países más inequitativos del mundo, y conocer desde dentro y hace rato el sistema de salud que tenemos.
Una de las realidades que esta pandemia ha ido desnudando es la inequidad; mejor: las enormes inequidades imperantes y su efecto negativo sobre las condiciones de vivir y morir de las personas y los grupos humanos. Estados Unidos, por ejemplo, viene mostrando el impacto desigual de la muerte por coronavirus en las minorías étnicas de Nueva York y Chicago. Y no parece deberse a factores biológicos o a la constitución física de tales grupos, sino a las diferencias de ingreso, de calidad de vida y de acceso diferencial a servicios de salud.
Las inequidades en Colombia, suficientemente cuantificadas y documentadas, son muy grandes y de vieja data. Y lo llevan a uno a sentir que estamos sentados en un polvorín que en cualquier momento puede estallar. Y el detonante puede ser el coronavirus. Sólo el indicador de la informalidad laboral, situación que vive en promedio el 60 % de la población del país, pone en tela de juicio la viabilidad de mantener por más tiempo una cuarentena que deja a la mayoría de ellos sin el sustento diario y puede incubar en poquísimo tiempo un estallido social de proporciones y consecuencias imprevisibles.
Pero la pandemia está evidenciando también la precariedad de la salud pública en Colombia y las contradicciones, insuficencias e inconveniencias estructurales del sistema de salud y seguridad social. Con las limitaciones propias de cualquier estudio en caliente, creo que una de las radiografías más crudas y recientes de nuestro sistema de salud es la encuesta sobre bioseguridad y protocolos de atención a la COVID-19, realizada entre el 21 de marzo y el 3 de este mes por la Federación Médica y el Colegio Médico Colombiano a 939 profesionales de la salud, tanto del sector público como privado, en 27 de los 32 departamentos del país.
La inmensa mayoría considera que las instituciones de salud en las que trabaja no están en condiciones adecuadas para atender la pandemia: el 29 % las califican de pésimas, un porcentaje igual, de malas, y otro tanto de regulares. Sólo el 10 % las considera buenas.
En cuanto a la dotación personal para la atención: el 93 % dijo no recibir traje de bioseguridad, el 88 % carecía de máscaras N95, y el 78 % de gafas de seguridad. Reconocen la escasez de camas en Unidades de Cuidados Intensivos –UCI– (habría que agregar que, además de la escasez, su distribución es muy desigual por regiones y por áreas urbanas y rurales), y advierten que algunas de ellas son administradas por terceros que ya han expresado su decisión de no facilitarlas para la atención de pacientes con COVID-19.
Se quejan de que su criterio médico para la toma de muestras a posibles contagiados o contactos ha sido frecuentemente desconocido por instancias administrativas o financieras. Se quejan también de la precariedad de sus condiciones laborales: la mayoría sin estabilidad y muchos sin aseguramiento en salud y riesgos laborales. Señalan que no hay protocolos unificados de atención para la emergencia, ni coordinación entre las instituciones públicas y privadas, ni una rectoría real del sistema a nivel nacional por parte del respectivo Ministerio.
Si a lo anterior le sumamos que el número, la calidad y la oportunidad de las pruebas diagnósticas realizadas ha estado muy por debajo de lo esperado y lejísimos de lo hecho por países que han logrado cierto éxito; que, en consecuencia, la información oficial adolece de un enorme subregistro y no refleja lo que realmente está aconteciendo; que ya han muerto dos médicos infectados en cumplimiento de su misión y hay más personas del sector infectadas, algunas en estado grave, y que tanto el sistema público hospitalario como los principios y programas de salud pública han sido debilitados sistemáticamente con el actual modelo mercantil de aseguramiento, es lógico concluir que estamos poniendo en riesgo los logros potenciales de la cuarentena, y podemos estar al borde de una tragedia nacional de grandes proporciones, con costos incalculables en vidas, enfermedad, sufrimiento, recursos y confianza en las instituciones sanitarias.
Respetuosamente, como salubrista disiento de lo afirmado por el señor ministro de Salud en una entrevista periodística el domingo pasado. Concluyó: “Nuestra mayor debilidad es que no somos una sociedad disciplinada”. Es cierto que no somos una sociedad disciplinada. Pero, ante la pandemia, nuestras mayores debilidades consisten en que somos una sociedad demasiado inequitativa, con un sistema de salud fraccionado, incoherente y que ha priorizado los intereses privados y la lógica del mercado por encima de la salud pública y el buen vivir en sociedad. Ojalá, superada la emergencia sanitaria, tengamos el valor y la lucidez para superar, entre otras, las tres debilidades enunciadas: la inequidad, el actual sistema de salud y, claro, la indisciplina social.
* Médico social.
Yo quisiera creer que realmente, hasta el momento de escribir estas líneas, en Colombia sólo tenemos 2.776 casos y 109 muertes por la COVID-19 y que, por tanto, la drástica medida del confinamiento está dando resultados y no tendremos una tragedia de grandes proporciones. Pero hay varios motivos que no me permiten estar tranquilo. Hoy me quiero referir a dos de ellos: saber que vivo en uno de los países más inequitativos del mundo, y conocer desde dentro y hace rato el sistema de salud que tenemos.
Una de las realidades que esta pandemia ha ido desnudando es la inequidad; mejor: las enormes inequidades imperantes y su efecto negativo sobre las condiciones de vivir y morir de las personas y los grupos humanos. Estados Unidos, por ejemplo, viene mostrando el impacto desigual de la muerte por coronavirus en las minorías étnicas de Nueva York y Chicago. Y no parece deberse a factores biológicos o a la constitución física de tales grupos, sino a las diferencias de ingreso, de calidad de vida y de acceso diferencial a servicios de salud.
Las inequidades en Colombia, suficientemente cuantificadas y documentadas, son muy grandes y de vieja data. Y lo llevan a uno a sentir que estamos sentados en un polvorín que en cualquier momento puede estallar. Y el detonante puede ser el coronavirus. Sólo el indicador de la informalidad laboral, situación que vive en promedio el 60 % de la población del país, pone en tela de juicio la viabilidad de mantener por más tiempo una cuarentena que deja a la mayoría de ellos sin el sustento diario y puede incubar en poquísimo tiempo un estallido social de proporciones y consecuencias imprevisibles.
Pero la pandemia está evidenciando también la precariedad de la salud pública en Colombia y las contradicciones, insuficencias e inconveniencias estructurales del sistema de salud y seguridad social. Con las limitaciones propias de cualquier estudio en caliente, creo que una de las radiografías más crudas y recientes de nuestro sistema de salud es la encuesta sobre bioseguridad y protocolos de atención a la COVID-19, realizada entre el 21 de marzo y el 3 de este mes por la Federación Médica y el Colegio Médico Colombiano a 939 profesionales de la salud, tanto del sector público como privado, en 27 de los 32 departamentos del país.
La inmensa mayoría considera que las instituciones de salud en las que trabaja no están en condiciones adecuadas para atender la pandemia: el 29 % las califican de pésimas, un porcentaje igual, de malas, y otro tanto de regulares. Sólo el 10 % las considera buenas.
En cuanto a la dotación personal para la atención: el 93 % dijo no recibir traje de bioseguridad, el 88 % carecía de máscaras N95, y el 78 % de gafas de seguridad. Reconocen la escasez de camas en Unidades de Cuidados Intensivos –UCI– (habría que agregar que, además de la escasez, su distribución es muy desigual por regiones y por áreas urbanas y rurales), y advierten que algunas de ellas son administradas por terceros que ya han expresado su decisión de no facilitarlas para la atención de pacientes con COVID-19.
Se quejan de que su criterio médico para la toma de muestras a posibles contagiados o contactos ha sido frecuentemente desconocido por instancias administrativas o financieras. Se quejan también de la precariedad de sus condiciones laborales: la mayoría sin estabilidad y muchos sin aseguramiento en salud y riesgos laborales. Señalan que no hay protocolos unificados de atención para la emergencia, ni coordinación entre las instituciones públicas y privadas, ni una rectoría real del sistema a nivel nacional por parte del respectivo Ministerio.
Si a lo anterior le sumamos que el número, la calidad y la oportunidad de las pruebas diagnósticas realizadas ha estado muy por debajo de lo esperado y lejísimos de lo hecho por países que han logrado cierto éxito; que, en consecuencia, la información oficial adolece de un enorme subregistro y no refleja lo que realmente está aconteciendo; que ya han muerto dos médicos infectados en cumplimiento de su misión y hay más personas del sector infectadas, algunas en estado grave, y que tanto el sistema público hospitalario como los principios y programas de salud pública han sido debilitados sistemáticamente con el actual modelo mercantil de aseguramiento, es lógico concluir que estamos poniendo en riesgo los logros potenciales de la cuarentena, y podemos estar al borde de una tragedia nacional de grandes proporciones, con costos incalculables en vidas, enfermedad, sufrimiento, recursos y confianza en las instituciones sanitarias.
Respetuosamente, como salubrista disiento de lo afirmado por el señor ministro de Salud en una entrevista periodística el domingo pasado. Concluyó: “Nuestra mayor debilidad es que no somos una sociedad disciplinada”. Es cierto que no somos una sociedad disciplinada. Pero, ante la pandemia, nuestras mayores debilidades consisten en que somos una sociedad demasiado inequitativa, con un sistema de salud fraccionado, incoherente y que ha priorizado los intereses privados y la lógica del mercado por encima de la salud pública y el buen vivir en sociedad. Ojalá, superada la emergencia sanitaria, tengamos el valor y la lucidez para superar, entre otras, las tres debilidades enunciadas: la inequidad, el actual sistema de salud y, claro, la indisciplina social.
* Médico social.