Luchó toda la vida. Ganó muchas batallas. Pero perdió la del COVID-19. Al amanecer de este 7 de agosto, Ángela murió y nos dejó vivas sus banderas de dignidad, igualdad, verdad y paz.
Desplazada muy temprano por la violencia de Tadó, su pueblo de origen en el Chocó, llegó a Apartadó, en el Urabá antioqueño. Y allí empezó y desarrolló a lo largo de toda su vida una lucha sin descanso por la paz en concreto.
La paz para ella era el derecho a la educación. Por eso se dedicó a la alfabetización de los trabajadores bananeros y sus familias. La paz era también para ella la equidad de género. Y por eso luchó sin tregua hasta su último día por la igualdad de derechos de las mujeres, en especial de las mujeres negras y pobres. Tomó como propia la organización y la defensa de las empleadas domésticas. Impulsó y le dio vida a la “Iniciativa de Mujeres por la Paz”. Y participó en la fundación de la Casa de la Mujer, en Apartadó.
Pero fue a las mujeres víctimas de la violencia a quienes decidió entregarles lo mejor de su vida. Se empeñó en crear espacios de confianza para que ellas pudieran compartir las historias de horror de la violencia sexual en el conflicto armado. Logró que víctimas de este tipo de violencia pudieran reencontrarse con mujeres excombatientes de los diferentes grupos armados e intercambiaran historias, dolores y proyectos. Entendió lo absurdo de esta guerra al escuchar a amigas y vecinas que vivían la cruda realidad de tener un hijo guerrillero, otro paramilitar y otro soldado. Las escuchaba. Las abrazaba. Les contagiaba su decisión de salir adelante. Su persistencia en el trabajo la llevó a hacer parte de la Mesa Municipal de Víctimas y a tener reconocimiento nacional.
Siempre se sintió orgullosa de sus raíces, su piel y su cultura afrocolombianas. Y justo por encarnar tan bien su identidad étnica y expresar como pocas la realidad de la guerra en su gente, sus territorios, sus ríos y sus vidas, con buen criterio el Comité de Escogencia de los integrantes de la Comisión de la Verdad la seleccionó en noviembre de 2017 para hacer parte de la Comisión. Fue la plenitud de su vocación y su misión.
Con la sabiduría que había acumulado a lo largo de sus vivencias y batallas. Con la alegría de vivir que repartía siempre con su sonrisa franca y que jamás la abandonó, no por ingenuidad sino por la satisfacción de luchar por lo que creía y por la felicidad que le producía su familia, lo que más quiso y cuidó siempre. Y con la piel curtida en tantas faenas, se entregó en cuerpo y alma a la tarea de aclarar la verdad de lo que ha pasado en el país a lo largo de más de 60 años —toda su vida— de confrontación armada, los porqués más ocultos, los impactos más dolorosos y las bases para hacer posible una sociedad equitativa y en paz. Sin desconocer el panorama general, que lo tenía bien claro, nunca perdió el foco de la verdad de lo que ha significado esta confrontación armada para su pueblo afro: el despojo de sus tierras, el desplazamiento de su gente, el riesgo de perder su cultura, la explotación de los tesoros de sus ríos y selvas, el reclutamiento de sus niños, la violación de sus mujeres, el abandono de sus viejos.
Con una energía juvenil que sorprendía e interpelaba a todos, viajaba desde su barrio Obrero en Apartadó, en donde vivió siempre, a Bogotá para atender los asuntos de la Comisión. Con agudo sentido común o una carcajada ayudaba a resolver discusiones difíciles. Y al terminar las sesiones, ligera de equipaje, estaba ya lista para irse a cualquier rincón del Pacífico, su territorio, o a una reunión de mujeres en Pasto o de senadores en una comisión del Congreso de los Estados Unidos, en Washington, o de víctimas de cualquiera de los actores del conflicto en Medellín o en la Orinoquia, o a un encuentro con los afros exiliados en Antofagasta, Chile.
Murió en su ley y en su propio medio. En una clínica de su Apartadó estuvo sintonizada, hasta la víspera de irse, con su equipo de trabajo, obsesionada porque la voz, el dolor y el valor de las mujeres y de su pueblo afro estuvieran presentes en el trabajo y en los resultados de la Comisión de la Verdad. Seguramente, con Alfredo Molano, seguirá inspirando e iluminando desde la eternidad el difícil y necesario trabajo de la Comisión de la Verdad para la paz. El sueño de su vida ejemplar.
* Médico social.
Luchó toda la vida. Ganó muchas batallas. Pero perdió la del COVID-19. Al amanecer de este 7 de agosto, Ángela murió y nos dejó vivas sus banderas de dignidad, igualdad, verdad y paz.
Desplazada muy temprano por la violencia de Tadó, su pueblo de origen en el Chocó, llegó a Apartadó, en el Urabá antioqueño. Y allí empezó y desarrolló a lo largo de toda su vida una lucha sin descanso por la paz en concreto.
La paz para ella era el derecho a la educación. Por eso se dedicó a la alfabetización de los trabajadores bananeros y sus familias. La paz era también para ella la equidad de género. Y por eso luchó sin tregua hasta su último día por la igualdad de derechos de las mujeres, en especial de las mujeres negras y pobres. Tomó como propia la organización y la defensa de las empleadas domésticas. Impulsó y le dio vida a la “Iniciativa de Mujeres por la Paz”. Y participó en la fundación de la Casa de la Mujer, en Apartadó.
Pero fue a las mujeres víctimas de la violencia a quienes decidió entregarles lo mejor de su vida. Se empeñó en crear espacios de confianza para que ellas pudieran compartir las historias de horror de la violencia sexual en el conflicto armado. Logró que víctimas de este tipo de violencia pudieran reencontrarse con mujeres excombatientes de los diferentes grupos armados e intercambiaran historias, dolores y proyectos. Entendió lo absurdo de esta guerra al escuchar a amigas y vecinas que vivían la cruda realidad de tener un hijo guerrillero, otro paramilitar y otro soldado. Las escuchaba. Las abrazaba. Les contagiaba su decisión de salir adelante. Su persistencia en el trabajo la llevó a hacer parte de la Mesa Municipal de Víctimas y a tener reconocimiento nacional.
Siempre se sintió orgullosa de sus raíces, su piel y su cultura afrocolombianas. Y justo por encarnar tan bien su identidad étnica y expresar como pocas la realidad de la guerra en su gente, sus territorios, sus ríos y sus vidas, con buen criterio el Comité de Escogencia de los integrantes de la Comisión de la Verdad la seleccionó en noviembre de 2017 para hacer parte de la Comisión. Fue la plenitud de su vocación y su misión.
Con la sabiduría que había acumulado a lo largo de sus vivencias y batallas. Con la alegría de vivir que repartía siempre con su sonrisa franca y que jamás la abandonó, no por ingenuidad sino por la satisfacción de luchar por lo que creía y por la felicidad que le producía su familia, lo que más quiso y cuidó siempre. Y con la piel curtida en tantas faenas, se entregó en cuerpo y alma a la tarea de aclarar la verdad de lo que ha pasado en el país a lo largo de más de 60 años —toda su vida— de confrontación armada, los porqués más ocultos, los impactos más dolorosos y las bases para hacer posible una sociedad equitativa y en paz. Sin desconocer el panorama general, que lo tenía bien claro, nunca perdió el foco de la verdad de lo que ha significado esta confrontación armada para su pueblo afro: el despojo de sus tierras, el desplazamiento de su gente, el riesgo de perder su cultura, la explotación de los tesoros de sus ríos y selvas, el reclutamiento de sus niños, la violación de sus mujeres, el abandono de sus viejos.
Con una energía juvenil que sorprendía e interpelaba a todos, viajaba desde su barrio Obrero en Apartadó, en donde vivió siempre, a Bogotá para atender los asuntos de la Comisión. Con agudo sentido común o una carcajada ayudaba a resolver discusiones difíciles. Y al terminar las sesiones, ligera de equipaje, estaba ya lista para irse a cualquier rincón del Pacífico, su territorio, o a una reunión de mujeres en Pasto o de senadores en una comisión del Congreso de los Estados Unidos, en Washington, o de víctimas de cualquiera de los actores del conflicto en Medellín o en la Orinoquia, o a un encuentro con los afros exiliados en Antofagasta, Chile.
Murió en su ley y en su propio medio. En una clínica de su Apartadó estuvo sintonizada, hasta la víspera de irse, con su equipo de trabajo, obsesionada porque la voz, el dolor y el valor de las mujeres y de su pueblo afro estuvieran presentes en el trabajo y en los resultados de la Comisión de la Verdad. Seguramente, con Alfredo Molano, seguirá inspirando e iluminando desde la eternidad el difícil y necesario trabajo de la Comisión de la Verdad para la paz. El sueño de su vida ejemplar.
* Médico social.