No es lo mismo una enfermedad en paz que en guerra. Y menos si la enfermedad tiene alcances de epidemia y la confrontación es difusa y persistente. Por desgracia, ambas condiciones se concretan hoy con el COVID-19 y la confrontación armada en Colombia.
Es larga y diversa la relación entre las enfermedades y las guerras. Desde la antigüedad hasta ahora, ciertas enfermedades se han agudizado en las guerras y las epidemias han llegado a afectar a los ejércitos y a matar más gente que las propias guerras. Los ingleses no pudieron tomarse a Cartagena a mediados del siglo XVIII en buena medida por el rigor de varias epidemias. Y en la primera guerra mundial, a principios del siglo pasado, la malaria mató más soldados que las balas. Pero, al mismo tiempo, las guerras han sido también un fuerte estímulo para la investigación médica. La mortandad por malaria llevó a la búsqueda de químicos y medicamentos que sirvieran para prevenir y tratar la enfermedad. No sólo eso: el lenguaje y las estrategias militares se aplicaron al combate contra la malaria y tuvieron, por un tiempo, relativo éxito.
En varias regiones del país la confrontación armada, con más de 60 años de existencia, ha persistido a pesar de los esfuerzos y acuerdos de paz. Y en esas regiones el riesgo y la incertidumbre de la pandemia del COVID-19 se viven en medio de las amenazas, el miedo, los enfrentamientos y los asesinatos. En el Putumayo, por ejemplo, una de las organizaciones armadas ilegales amenazó con matar a quienes resultaran positivos al coronavirus. En Nariño, un vehículo que transportaba un paciente contagiado por la enfermedad fue atacado por otro grupo armado. Y casos similares o peores se viven en Cauca, Catatumbo, Arauca, Bajo Cauca antioqueño y El Chocó.
Pero el hecho más preocupante y doloroso sigue siendo el asesinato sistemático de líderes sociales y políticos y de excombatientes de las Farc. Desde el 6 de marzo, cuando se diagnosticó en el país el primer caso de coronavirus, hasta el momento de escribir estas notas, han sido asesinados en el país 11 exintegrantes de las Farc y 27 líderes sociales –25 hombres y dos mujeres–. La mayoría de estas víctimas eran campesinos pobres, luchadores incansables por los derechos básicos de sus comunidades.
Una de ellas, Carlota Salinas Pérez, defensora de derechos humanos en San Pablo, Bolívar, fue asesinada el 24 de marzo, justo cuando llegaba de recolectar alimentos para familias pobres de su pueblo, confinadas por el COVID-19. La víspera, dos indígenas miembros de la Organización Indígena del Valle fueron asesinados en su casa mientras guardaban la cuarentena ordenada para enfrentar la pandemia. Y el 26 de marzo, en una vereda del municipio de Sardinata, Norte de Santander, fue asesinado Alejandro Carvajal, de 20 años, integrante de la Asociación Campesina de Norte de Santander -Ascamcat-, según la comunidad, por parte de un batallón del Ejército nacional que hacía operaciones de erradicación forzosa de cultivos ilícitos en la región.
Conscientes de las dificultades y las nefastas consecuencias de enfrentar una epidemia en medio de la guerra, varios líderes mundiales e instituciones nacionales solicitaron desde temprano a todos los actores armados suspender sus confrontaciones durante la actual pandemia. En Colombia sólo el Eln acogió el llamado hasta finales de este mes. Desafortunadamente acaba de anunciar que reinicia sus actividades militares a partir del próximo 1° de mayo. Lo deseable sería que lo prolongara, porque la pandemia va para largo, y que este cese de sus acciones armadas sirviera efectivamente de base para reiniciar un proceso de negociación política con el Estado hacia un acuerdo que consolide la paz completa que necesitamos. Y que todas las demás organizaciones armadas acogieran también el llamado para que las poblaciones puedan concentrarse en atender una, no dos pandemias al tiempo.
Por contraste, como ya se anotó, las grandes tragedias han sido también con frecuencia oportunidades de grandes logros, transformaciones y hasta del comienzo de nuevas realizaciones de la humanidad, de las sociedades y las personas. Si esta pandemia nos llevara a repensar la forma como vivimos, a revalorar la solidaridad, la equidad y la vida en paz y a reformular la manera de entender y atender la salud, compensaría en parte la dureza del confinamiento, la crueldad de la enfermedad y el horror de más de 200.000 muertes, hasta ahora.
* Médico social.
No es lo mismo una enfermedad en paz que en guerra. Y menos si la enfermedad tiene alcances de epidemia y la confrontación es difusa y persistente. Por desgracia, ambas condiciones se concretan hoy con el COVID-19 y la confrontación armada en Colombia.
Es larga y diversa la relación entre las enfermedades y las guerras. Desde la antigüedad hasta ahora, ciertas enfermedades se han agudizado en las guerras y las epidemias han llegado a afectar a los ejércitos y a matar más gente que las propias guerras. Los ingleses no pudieron tomarse a Cartagena a mediados del siglo XVIII en buena medida por el rigor de varias epidemias. Y en la primera guerra mundial, a principios del siglo pasado, la malaria mató más soldados que las balas. Pero, al mismo tiempo, las guerras han sido también un fuerte estímulo para la investigación médica. La mortandad por malaria llevó a la búsqueda de químicos y medicamentos que sirvieran para prevenir y tratar la enfermedad. No sólo eso: el lenguaje y las estrategias militares se aplicaron al combate contra la malaria y tuvieron, por un tiempo, relativo éxito.
En varias regiones del país la confrontación armada, con más de 60 años de existencia, ha persistido a pesar de los esfuerzos y acuerdos de paz. Y en esas regiones el riesgo y la incertidumbre de la pandemia del COVID-19 se viven en medio de las amenazas, el miedo, los enfrentamientos y los asesinatos. En el Putumayo, por ejemplo, una de las organizaciones armadas ilegales amenazó con matar a quienes resultaran positivos al coronavirus. En Nariño, un vehículo que transportaba un paciente contagiado por la enfermedad fue atacado por otro grupo armado. Y casos similares o peores se viven en Cauca, Catatumbo, Arauca, Bajo Cauca antioqueño y El Chocó.
Pero el hecho más preocupante y doloroso sigue siendo el asesinato sistemático de líderes sociales y políticos y de excombatientes de las Farc. Desde el 6 de marzo, cuando se diagnosticó en el país el primer caso de coronavirus, hasta el momento de escribir estas notas, han sido asesinados en el país 11 exintegrantes de las Farc y 27 líderes sociales –25 hombres y dos mujeres–. La mayoría de estas víctimas eran campesinos pobres, luchadores incansables por los derechos básicos de sus comunidades.
Una de ellas, Carlota Salinas Pérez, defensora de derechos humanos en San Pablo, Bolívar, fue asesinada el 24 de marzo, justo cuando llegaba de recolectar alimentos para familias pobres de su pueblo, confinadas por el COVID-19. La víspera, dos indígenas miembros de la Organización Indígena del Valle fueron asesinados en su casa mientras guardaban la cuarentena ordenada para enfrentar la pandemia. Y el 26 de marzo, en una vereda del municipio de Sardinata, Norte de Santander, fue asesinado Alejandro Carvajal, de 20 años, integrante de la Asociación Campesina de Norte de Santander -Ascamcat-, según la comunidad, por parte de un batallón del Ejército nacional que hacía operaciones de erradicación forzosa de cultivos ilícitos en la región.
Conscientes de las dificultades y las nefastas consecuencias de enfrentar una epidemia en medio de la guerra, varios líderes mundiales e instituciones nacionales solicitaron desde temprano a todos los actores armados suspender sus confrontaciones durante la actual pandemia. En Colombia sólo el Eln acogió el llamado hasta finales de este mes. Desafortunadamente acaba de anunciar que reinicia sus actividades militares a partir del próximo 1° de mayo. Lo deseable sería que lo prolongara, porque la pandemia va para largo, y que este cese de sus acciones armadas sirviera efectivamente de base para reiniciar un proceso de negociación política con el Estado hacia un acuerdo que consolide la paz completa que necesitamos. Y que todas las demás organizaciones armadas acogieran también el llamado para que las poblaciones puedan concentrarse en atender una, no dos pandemias al tiempo.
Por contraste, como ya se anotó, las grandes tragedias han sido también con frecuencia oportunidades de grandes logros, transformaciones y hasta del comienzo de nuevas realizaciones de la humanidad, de las sociedades y las personas. Si esta pandemia nos llevara a repensar la forma como vivimos, a revalorar la solidaridad, la equidad y la vida en paz y a reformular la manera de entender y atender la salud, compensaría en parte la dureza del confinamiento, la crueldad de la enfermedad y el horror de más de 200.000 muertes, hasta ahora.
* Médico social.