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En su largo pontificado, San Juan Pablo II metió a la Iglesia Católica en una onda de petición de perdones bajo el supuesto de admitir errores históricos y resanar heridas antiguas.
Esas ceremonias de expiación públicas siempre me parecieron un poco farsantes porque el reconocimiento de la equivocación no conllevó modificar actitudes y creencias que se mantienen vigentes. Así, a Galileo y a los hombres de ciencia les pidieron perdón por la inquisición, pero la doctrina católica continúa fomentando un pensamiento mágico, lleno de contraevidencias científicas; a los hebreos, por las persecuciones o al islam por las cruzadas, pero la Iglesia sigue proclamando que es el único evangelio verdadero; a los pueblos originarios de América, por la conquista de 1492, pero sin recoger toda la mitología de apariciones milagrosas de vírgenes y cristos que ayudaron a adoctrinar a los más simples y hoy siguen sustentando un fenómeno similar.
Además, nunca les pidió perdón a otras víctimas con las que sigue en deuda y a quienes continúa victimizando: a las mujeres, por socavarles su dignidad, someterlas al varón y retrasar su evolución social e histórica; a los homosexuales por considerarlos anormales y exigirles llevar una vida contra sus propias pulsiones; a los niños por llenarlos de terrores nocturnos y por plagar de mitos ridículos la sexualidad y la relación con el cuerpo.
En realidad, a los niños debería pedirles perdón el doble o el triple pues con el tiempo hemos terminado descubriendo que la pedofilia estaba, y está, enquistada en los seminarios, en los colegios religiosos y en cuanta circunstancia relacione curas con menores de edad. En este campo se debería suplicar perdón en todos los idiomas y en todos los tonos porque además del abuso, de traumatizar el futuro de miles de seres humanos al someterlos a unas experiencias tempranas aversivas, además de eso, se reafirmaban en el discurso hipócrita de la homosexualidad como una abominación aunque tantos clérigos la practicaran, y con los más indefensos. Y, adicional, pretendían (pretenden) mantener ante el mundo la enorme mentira de la castidad.
Sería absurdo e injusto afirmar que la pederastia llegó a ser una práctica mayoritaria e institucional en la iglesia; no lo creo, pero la negativa a admitirla, a combatirla; la decisión de esconder y no exponer a los curas pedófilos sí fue una doctrina tácita (y a veces escrita) que alcanzó su punto más aberrante justo en el pontificado del papa que se inventó eso de pedir perdones históricos.
Conocemos ya decenas de registros, inclusive en procesos juzgados, contra sacerdotes, obispos y hasta arzobispos acosadores que simplemente eran trasladados de sede cuando se les señalaba o comprobaba algún caso de abuso, en una comprensión e indulgencia con la “debilidad de la carne” que nunca pregonaron con el resto de la humanidad. El Boston Globe hizo su tarea periodística hace ya dos décadas y abrió un camino que nos destapó el fenómeno de este horror y en el que comenzaron a rodar muchas de las cabezas que Juan Pablo II encubrió. Desde el horripilante Marciel Masiel, mexicano fundador de los Legionarios de Cristo, hasta el cardenal y exarzobispo de Washington Theodore Mc Carrick a quien el pasado 18 de febrero le quitaron su condición clerical, que equivale a ser expulsado. El caso del cardenal cobró también la cabeza del arzobispo de esa misma ciudad, Donald Wuerl, quien renunció en octubre pasado por su encubrimiento a las acciones de Mc Carrick.
Periodismo y jueces lograron destapar todo esto que la Iglesia se empeñaba en ocultar desde hace tantas décadas. El 2 de enero de este año, el cardenal Joao Braz de Avis, prefecto de la Congregación para los Institutos de Vida Consagrada, admitió en la revista Vida Nueva “llevamos 70 años encubriendo” tras reconocer que contra Marciel Masiel existían denuncias desde 1943 y nunca se hizo mayor cosa. Inclusive, Juan Pablo II se refería a él como “apóstol de los jóvenes” y les concedió estatus especial a los Legionarios de Cristo.
Cruel y hermosa ironía esta de que las leyes humanas, tan prosaicas, tan imperfectas, terminen forzando a tomar decisiones en justicia a la institución que se arroga el monopolio de las normas divinas.
Hace tres días, el papa Francisco expidió un decreto en el que ordena a todos los religiosos destapar cualquier acto de abuso sexual del que tengan conocimiento y disponer, de aquí a 2020, de sistemas para que las iglesias recojan denuncias de la comunidad sobre esto.
Positivo y valioso, su Santidad, pero tardío y corto frente a la magnitud de la larga monstruosidad porque, entre otras cosas, no exige poner los casos en conocimiento de la Policía o las autoridades. En otras palabras, se mantiene aquel mensaje de que la iglesia misma se investigue y autocontrole. Y que todo se silencie si está de por medio el secreto de confesión.
Las verdaderas acciones implicarían una revolución que la iglesia no está dispuesta a hacer, aunque sea consciente de que este daño para su imagen es quizás irreparable y que sus crisis (de moral, de credibilidad, de vocaciones) es la más honda de la historia. Entre otras, exigiría primero que todo bajar de los altares a un hombre que escondió a los pedófilos y hasta los premió.