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Cuando en 1977 los gringos acordaron devolver el canal de Panamá, con la consabida foto entre Carter y Torrijos, mi papá, en su enorme lucidez de viejo sabio sentenció: "Lo lógico y justo sería que se lo devolvieran a Colombia; fue a nosotros a quien nos lo quitaron".
Hace dos días volví a sentir ese incomprensible pesar que me ataca cada 3 de noviembre, que no es dramático, ni apabullante, ni desesperado, pero que está ahí a lo largo del día, y a veces dura un poco más. Este sábado que pasó se cumplieron 115 años de la separación de Panamá, una amputación brutal de ese brazo largo que nos hacía centroamericanos también, dueños además de la llave de dos mares. Esa posesión invaluable que nos quitó don Theodore Roosevelt.
No sé si alguna vez existió un dolor real por Panamá porque no conozco textos que aborden el tema más allá de uno que otro libro militar y los diversos ensayos que han analizado los aberrantes desatinos del gobierno colombiano en ese lamentable periodo del fin de siglo XIX y comienzos del XX, cuando nuestros políticos en realidad se sentían más poetas que políticos, como dice Antonio Caballero en su recién lanzada “Historia de Colombia y sus oligarquías”. O sabían más de filología y gramática que de geografía y economía.
¿Hubo duelo en Colombia en los años siguientes?, ¿alguna sensación de pérdida? No lo sé, pero si así fue debió pasarse muy rápido porque en 1914 ya firmábamos el tratado Thompson Urrutia, que selló para siempre la secesión del istmo y con el que aceptábamos no reclamar nunca jamás. A cambio de eso, Estados Unidos nos permitió el movimiento de tropas por el canal sin pagar y la exención de aranceles a los productos agrarios que cruzaran de un océano a otro. Nos prometió 25 millones de dólares de compensación y una manifestación de “sincero pesar” por los hechos ocurridos (o sea por habernos quitado una parte del territorio). Pero esto último, lo del profundo pesar ni siquiera quedó en el texto final, pues el Congreso de ese país lo erradicó desde el primer debate. Y lo del paso de tropas tampoco se cumplió pues, según escribió Alfonso López Michelsen en su ensayo “La cuestión del canal, desde la secesión de Panamá hasta el tratado de Montería”, Colombia intentó en 1933 hacer efectiva esa prerrogativa con un barco de guerra y los norteamericanos no lo permitieron.
Pregunté la semana pasada a mis estudiantes universitarios qué hecho les evocaba el 3 de noviembre, y las respuestas fueron diversas: “faltan ocho días para las fiestas de Cartagena”; “una fiesta de disfraces del putas en Teatrón”; “El día de los muertos”, y “a solo quince días de terminar semestre”. ¿Cómo, Panamá era de Colombia?”, dijo uno y luego siguió mirando su celular.
¿Por qué me sigue doliendo algo que ocurrió hace 115 años; algo que ni en los tiempos cercanos al suceso generó una honda sensación de pérdida, algún mea culpa colectivo y expiatorio, con un mínimo rastro de lección aprendida; algo que en los tiempos recientes ni siquiera evoca una pequeña nostalgia ni un mínimo recuerdo? ¿Por qué para los bolivianos un suceso de pérdida parecido, que ocurrió hace 139 años, sigue siendo un hondísimo dolor que los hermana y los solidariza cada 23 de marzo cuando conmemoran con rabia e impotencia el instante en que les arrebataron el mar? ¿Por qué para ellos el pasado 3 de octubre, cuando la Corte de La Haya les dijo que no insistieran más, que la costa era de Chile, fue el día más triste después del muy triste 23 de marzo?
¿Será que lo mío con Panamá y su 3 de noviembre es una nostalgia bobalicona, un patrioterismo anacrónico y veintejuliero? Puede ser: Panamá se fue; nunca va a volver y a cada rato nos amenaza con ponernos visa; considera su frontera sur (la de nosotros) como un dolor de cabeza; es el paraíso fiscal donde nuestros ricos y nuestros riquitos esconden sus fortunas de la Dian, como lo volvieron a demostrar los Panamá papers. Hace tres años, nos hizo agachar la cabeza cuando el gobierno de Santos intentó meterlos en una lista de paraísos fiscales y ellos puñetearon duro en el escritorio y los potentados colombianos presionaron porque vieron en riesgo sus inversiones allá. Y el Gobierno reculó.
Pero, en el fondo lo mío no es una simple añoranza, ni un delirio histórico, ni un sueño hegemónico de una patria más grande. Es, palabras más, palabras menos, el reconocimiento doloroso de pertenecer a un país donde nada importa nada, ni la vida, ni la muerte, ni la corrupción ni el saqueo; uno que nació malformado y al que la sucesión de guerras civiles por casi dos siglos lo volvieron tarado, perplejo para entenderse a sí mismo, envilecido de alcohol y deporte; uno sin un proyecto de construcción nacional, o con varios proyecticos pero a la medida de las pequeñeces de unas familias que negocian lo público, hipotecan las riquezas a las multinacionales, para amasar sus fortunas y así poder ir de compras y a divertirse en la tierra de Roosevelt, y ahora de Trump, y que evaden pagar sus impuestos por medio de fideicomisos en el antiguo departamento de Panamá. Parásitos que depredan y asolan y no dejan nada. No devuelven nada.
Un país con un enclave natural fabuloso, ubérrimo (qué triste cómo esta palabra perdió su hermoso significado de pletórico, de fertilidad, para volverse un recordatorio de todo lo expuesto en el anterior párrafo) en donde se despoja a la tierra del oro, las piedras preciosas, el gas, el petróleo, y esas plusvalías, o una parte al menos, no van para las escuelas ni los hospitales, sino a los bolsillos de unos concejales, unos diputados, unos congresistas.
El 3 de noviembre se me vuelve a revolver la amargura de ser colombiano. La condena inexorable, además, de no poder dejar de serlo. De no poder dejar de amar este infierno.
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