
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¿Qué le dirían hoy Heather Heyer y James Alex Fields a la gente de Estados Unidos acerca de la elección presidencial de su país que se llevará a cabo de mañana en ocho? ¿Por quién votarían si pudieran hacerlo? Ella no puede, pues está muerta desde 2017, cuando tenía 32 años, y él tampoco porque está preso desde hace cinco cuando fue condenado a cadena perpetua, más 419 años, poco después de cumplir 22, justo por asesinarla a ella. A uno y otro, de modo indirecto, les arruinó la vida para siempre el señor Donald Trump, lo que representa y el discurso que lo llevó al poder en 2016, y el que pretende volver a llevarlo el próximo martes.
Hay mucho de oxímoron en el intento por explicar la relación íntima, insondable y simbiótica entre una víctima y su victimario, en cómo el destino, las circunstancias, los hechos fortuitos, las decisiones de otros, los hacen coincidir en el momento preciso para verificar el acto fatal de matar y el de morir. Heather y James no se conocían; ambos eran blancos, ella de Virginia, el de Kentucky; ella era activista de los derechos civiles; él, neonazi declarado y en consecuencia racista. Ella iba por una calle de Charlottesville (Virginia), el 12 de agosto de 2017, en medio de centenares de manifestantes de una contramarcha contra los supremacistas blancos que habían organizado un gran mitin nacional para defender su derecho al racismo y la segregación. James condujo su auto desde Ohio, donde vivía, para hacer presencia en el mitin, y con ese auto embistió a gran velocidad a la multitud que protestaba contra los supremacistas. Todos supimos de la muerte de Heather, pero poco se habló de los 35 heridos, y menos de las ocho personas que quedaron con lesiones físicas permanentes.
Para la historia quedaron las declaraciones del presidente Trump quien desde Washington no condenó al racismo, ni culpó a los supremacistas blancos y, a cambio de eso, en el simplismo y pobreza conceptual y verbal de casi todas sus declaraciones afirmó: “Si se mira a ambos lados, creo que hay culpa de ambos lados, y no tengo ninguna duda al respecto... también había gente que era muy buena gente en ambos lados”. Forzado por las reacciones, dos días después tuvo que aclarar que no hablaba de los racistas al referirse a los buenos.
Desde prisión, luego de ser condenado, James pidió perdón por sus actos y declaró que si pudiera devolver el tiempo obraría de modo distinto.
Heather y James son las dos caras de un mismo país, enfrentado a muerte desde hace muchos años, dividido casi de modo irreconciliable por razones políticas y con un sector de su dirigencia que ha hecho bastante por ahondar las heridas, o por no ayudar a sanarlas. Trump, con su estilo, con sus convicciones, con su modus operandi del todo se vale, su mitomanía cínica, su desdén por la condición humana y su adscripción sórdida por el dinero sobre cualquier consideración humanista o ética, su admiración por tiranos y autócratas, Trump y sus republicanos son los victimarios últimos de Heather y James. Todavía hoy, casi a ochenta años del fin de la Segunda Guerra Mundial, académicos, intelectuales y pensadores se preguntan cómo una sociedad culta, avanzada, de vanguardia científica y filosófica como la alemana, permitió el ascenso y aplaudió por años a Hitler y sus visiones monstruosas de la realidad. De elegir a Trump el próximo martes, los gringos en unas décadas estarán haciéndose preguntas muy similares.
Confieso que me encuentro muy asustado por la eventualidad de que el magnate regrese al poder, y sin fatalismos ni visiones del apocalipsis creo que esa resignación del pueblo estadounidense sería el inicio de una nueva era en ese país, y en el mundo, de muchas maneras. Una nueva era que nos acerca a una distopía en la que más de ochenta millones claudican ante la razón, ante la evidencia de estar eligiendo de modo consciente y sin asomos de remordimiento a un criminal convicto, condenado por 34 delitos graves y muy graves. Y en ese delirio arrastran con ellos a una buena parte de la humanidad.
Son demasiados los mensajes nocivos que traería una reelección de Trump: el primero es el de que un Estado de opinión prevalece sobre un Estado de derecho; el segundo, que los altos estándares de desarrollo humano no aseguran un nivel superior de conciencia, y que una sociedad confesional y puritana en su médula termina siendo amoral y nunca evolucionó en la práctica hacia un discernimiento ético; el tercero, que Estados Unidos, la autoproclamada primera democracia del mundo, entró en la senda de tantos países fallidos donde puede tener más fuerza y capacidad decisoria un solo personaje que todo un antiguo y en apariencia sólido aparato institucional, y que esa persona está por encima de la ley, como lo dejó sugerido hace unos meses una Corte Suprema, cooptada por Trump, con la extraña inmunidad parcial que le confirieron. Cuarto, que la diversidad y la apertura cultural son indeseables y se contraponen al destino próspero de una nación, con la contradicción insalvable de cerrarse y mirar básicamente hacia adentro para seguir siendo la potencia hegemónica. Quinto, que el país más innovador del mundo, el que se vanagloria de sus conquistas civiles y sus aportes a la civilización y a la historia, aún no está preparado para que una mujer lo maneje, y prefiere más bien entregarle las riendas a un macho tradicional condenado además por abuso sexual.
Estoy asustado, y medio mundo también, incluidos los gobiernos liberales, los humanistas, la inteligencia planetaria, los que hacemos cultura, las minorías, los que creemos en la diversidad, en los horizontes éticos. No es menor lo que se juegan EE. UU. y el mundo el próximo martes. Por eso es bueno recordar a Heather y a James.