El día que EE. UU. dejó de ser una República
El titular del New York Times del 6 de noviembre lo resumió perfecto: “Regresa la tempestad Trump” (Trump storms back). Y para no dejar duda sobre su malestar por el triunfo del republicano, el diario colgó en redes una frase de su editorial: “votantes americanos han hecho su elección para llevar a Trump a la Casa Blanca poniendo a la nación en un rumbo precario que nadie puede prever totalmente”.
Hay que guardar para la historia el titular del NYT, y sobre todo su editorial para evaluarlo en un año, en dos, o en cuatro cuando, si no ocurre algo inesperado, Trump culmine su mandato como el presidente más anciano en asumir y dejar el poder. En esto de los temas inesperados, la presidencia gringa tiene unas cifras inquietantes: cuatro presidentes murieron en ejercicio por enfermedad, cuatro fueron asesinados y nueve sufrieron atentados contra su vida. En 20, 30 o 40 años ese editorial también puede servir para datar si el ocaso de un modelo de democracia y de una sociedad comenzó con este segundo debut del magnate.
Las circunstancias en que ganó la presidencia, como hombre condenado dos veces, los cuatro años de su oposición, y los antecedentes de los cuatro que ya gobernó dan licencia para hablar, si no de una era que se inaugura, al menos sí de un nuevo rumbo y unas nuevas lógicas con una ética y un destino inciertos. Lo evidente es que va a gobernar con un mandato muy claro, de casi cinco millones de votos de ventaja sobre los demócratas, algo inédito para los republicanos desde 2004 cuando Bush le sacó tres millones a Kerry. Además, que va a tener carta blanca en el Congreso con las mayorías en las dos cámaras, y tranquilidad con una Corte Suprema, conformada por él hace cinco años, que ya emitió un asombroso y controversial concepto hace unos meses cuando declaró un amplio margen de inmunidad para el presidente de Estados Unidos en sus decisiones de Estado, algo que puede abarcar desde asesinatos de “enemigos” hasta llamados a la insurrección, como acaeció en enero del 2021 cuando simpatizantes, instigados por Trump, se tomaron el Capitolio para forzar que no se reconociera el nítido triunfo de Biden. Ese concepto de la Corte se dio en el marco de los procesos en contra de Trump en varios tribunales, con lo cual cabe pensar que buscaba favorecerlo.
Mañana, martes 12 de noviembre, puede verificarse el primer efecto de esta nueva era en la que parece haber entrado ese país, cuando el juez Juan Merchán, quien presidió el juicio en el que 12 jurados condenaron unánimemente a Trump este año por 34 delitos graves, tome la decisión de confirmar la condena o invalidarla. “Merchán no tiene el estómago para enviarlo a la cárcel”, dijo el exfiscal Neama Rahmani, en el New York Post hace unos días. Es difícil imaginar que Merchán decida ponerlo en prisión, y mucho más como juez de origen colombiano, al que el propio Trump descalificó en su momento con un “miren de dónde viene”. En cuanto a las acusaciones federales en su contra también podrían irse derrumbando: el fiscal Jack Smith, que lidera los procesos por intentar anular ilegalmente las elecciones de 2020 y por tomar documentos clasificados y esconderlos en su mansión en Florida, parece estar asustado y buscando conversar con el Departamento de Justicia para poner fin a esos casos. El propio Trump dijo hace unos meses que despediría a ese fiscal en dos segundos apenas volviera a la Casa Blanca. En el peor de los casos, o en el mejor, o sea que el magnate fuera hallado culpable y que se reafirmara alguna sentencia, incluida la de Merchán, Trump, en su atribución presidencial de conceder indultos, podría indultarse a sí mismo. Eso nunca se ha visto, entre otras porque jamás se había elegido a un candidato convicto, pero con Donald Trump hay demasiadas cosas que tampoco se habían visto jamás.
EE. UU., el imperio que no tenía emperador, parece iniciar una nueva era en la que ya no hay presidente sino monarca absoluto, uno que tiene la llave del Congreso, con lo cual la amenaza de un impeachment como arma de control político es más que imposible, y uno protegido por una jurisprudencia que lo declara por encima de la ley. Pero más allá de estar montado en una institucionalidad muy maltrecha, el rey no tiene oposición pues el Partido Demócrata quedó desmoralizado y desconcertado ante la incógnita casi insoluble de dónde está la clave del absurdo éxito de Donald Trump, un multimillonario ostentoso por el que vota la clase trabajadora, que además le dona plata para su campaña; un racista que desprecia a negros y latinos, pero que consiguió que el 53 % de los hombres hispanos sufragaran por él, y que en muchos condados de los llamados estados péndulo logró duplicar la votación de los afroamericanos. Fascinante hacer un estudio para entender por qué, por ejemplo, en el lugar más latino de ese país, Starr County, Texas, con un 97 % de población de origen mexicano, los republicanos lograron el 57 % de la votación, frente al 41 % de Harris, algo que no había ocurrido en 132 años. A Trump, un misógino desembozado, condenado inclusive por acoso sexual, y acomodaticio y voluble frente al aborto, lo respaldó el 44 % de las mujeres votantes.
Lo más grave de esta nueva era en que entra Estados Unidos no es tanto por el deterioro institucional evidente o la nueva relatividad de la ley, sino por la anomia moral, por la perplejidad ética que implica un Trump desatado, uno que puede violar las normas de frente, mentir, manipular, incitar a la violencia, segregar, insultar, ostentar vulgarmente su riqueza, y en lugar de ser reconvenido es recompensado. El rey puede hacer lo que quiera.
A George Washington le ofrecieron en 1777 ser el rey de la nación que empezaba a formarse y él lo rechazó y manifestó su terror de que el nuevo país fuera una monarquía. Doscientos cuarenta y siete años después, su terror se volvió realidad.
El titular del New York Times del 6 de noviembre lo resumió perfecto: “Regresa la tempestad Trump” (Trump storms back). Y para no dejar duda sobre su malestar por el triunfo del republicano, el diario colgó en redes una frase de su editorial: “votantes americanos han hecho su elección para llevar a Trump a la Casa Blanca poniendo a la nación en un rumbo precario que nadie puede prever totalmente”.
Hay que guardar para la historia el titular del NYT, y sobre todo su editorial para evaluarlo en un año, en dos, o en cuatro cuando, si no ocurre algo inesperado, Trump culmine su mandato como el presidente más anciano en asumir y dejar el poder. En esto de los temas inesperados, la presidencia gringa tiene unas cifras inquietantes: cuatro presidentes murieron en ejercicio por enfermedad, cuatro fueron asesinados y nueve sufrieron atentados contra su vida. En 20, 30 o 40 años ese editorial también puede servir para datar si el ocaso de un modelo de democracia y de una sociedad comenzó con este segundo debut del magnate.
Las circunstancias en que ganó la presidencia, como hombre condenado dos veces, los cuatro años de su oposición, y los antecedentes de los cuatro que ya gobernó dan licencia para hablar, si no de una era que se inaugura, al menos sí de un nuevo rumbo y unas nuevas lógicas con una ética y un destino inciertos. Lo evidente es que va a gobernar con un mandato muy claro, de casi cinco millones de votos de ventaja sobre los demócratas, algo inédito para los republicanos desde 2004 cuando Bush le sacó tres millones a Kerry. Además, que va a tener carta blanca en el Congreso con las mayorías en las dos cámaras, y tranquilidad con una Corte Suprema, conformada por él hace cinco años, que ya emitió un asombroso y controversial concepto hace unos meses cuando declaró un amplio margen de inmunidad para el presidente de Estados Unidos en sus decisiones de Estado, algo que puede abarcar desde asesinatos de “enemigos” hasta llamados a la insurrección, como acaeció en enero del 2021 cuando simpatizantes, instigados por Trump, se tomaron el Capitolio para forzar que no se reconociera el nítido triunfo de Biden. Ese concepto de la Corte se dio en el marco de los procesos en contra de Trump en varios tribunales, con lo cual cabe pensar que buscaba favorecerlo.
Mañana, martes 12 de noviembre, puede verificarse el primer efecto de esta nueva era en la que parece haber entrado ese país, cuando el juez Juan Merchán, quien presidió el juicio en el que 12 jurados condenaron unánimemente a Trump este año por 34 delitos graves, tome la decisión de confirmar la condena o invalidarla. “Merchán no tiene el estómago para enviarlo a la cárcel”, dijo el exfiscal Neama Rahmani, en el New York Post hace unos días. Es difícil imaginar que Merchán decida ponerlo en prisión, y mucho más como juez de origen colombiano, al que el propio Trump descalificó en su momento con un “miren de dónde viene”. En cuanto a las acusaciones federales en su contra también podrían irse derrumbando: el fiscal Jack Smith, que lidera los procesos por intentar anular ilegalmente las elecciones de 2020 y por tomar documentos clasificados y esconderlos en su mansión en Florida, parece estar asustado y buscando conversar con el Departamento de Justicia para poner fin a esos casos. El propio Trump dijo hace unos meses que despediría a ese fiscal en dos segundos apenas volviera a la Casa Blanca. En el peor de los casos, o en el mejor, o sea que el magnate fuera hallado culpable y que se reafirmara alguna sentencia, incluida la de Merchán, Trump, en su atribución presidencial de conceder indultos, podría indultarse a sí mismo. Eso nunca se ha visto, entre otras porque jamás se había elegido a un candidato convicto, pero con Donald Trump hay demasiadas cosas que tampoco se habían visto jamás.
EE. UU., el imperio que no tenía emperador, parece iniciar una nueva era en la que ya no hay presidente sino monarca absoluto, uno que tiene la llave del Congreso, con lo cual la amenaza de un impeachment como arma de control político es más que imposible, y uno protegido por una jurisprudencia que lo declara por encima de la ley. Pero más allá de estar montado en una institucionalidad muy maltrecha, el rey no tiene oposición pues el Partido Demócrata quedó desmoralizado y desconcertado ante la incógnita casi insoluble de dónde está la clave del absurdo éxito de Donald Trump, un multimillonario ostentoso por el que vota la clase trabajadora, que además le dona plata para su campaña; un racista que desprecia a negros y latinos, pero que consiguió que el 53 % de los hombres hispanos sufragaran por él, y que en muchos condados de los llamados estados péndulo logró duplicar la votación de los afroamericanos. Fascinante hacer un estudio para entender por qué, por ejemplo, en el lugar más latino de ese país, Starr County, Texas, con un 97 % de población de origen mexicano, los republicanos lograron el 57 % de la votación, frente al 41 % de Harris, algo que no había ocurrido en 132 años. A Trump, un misógino desembozado, condenado inclusive por acoso sexual, y acomodaticio y voluble frente al aborto, lo respaldó el 44 % de las mujeres votantes.
Lo más grave de esta nueva era en que entra Estados Unidos no es tanto por el deterioro institucional evidente o la nueva relatividad de la ley, sino por la anomia moral, por la perplejidad ética que implica un Trump desatado, uno que puede violar las normas de frente, mentir, manipular, incitar a la violencia, segregar, insultar, ostentar vulgarmente su riqueza, y en lugar de ser reconvenido es recompensado. El rey puede hacer lo que quiera.
A George Washington le ofrecieron en 1777 ser el rey de la nación que empezaba a formarse y él lo rechazó y manifestó su terror de que el nuevo país fuera una monarquía. Doscientos cuarenta y siete años después, su terror se volvió realidad.