Una radiografía completa, en sus negros profundos, sus opacos y sus transparencias, una radiografía de lo que somos, del poder en Colombia, y de los contrapoderes. Así leo yo el episodio que protagonizó editorial Planeta la semana pasada cuando decidió no publicar el libro de Laura Ardila, “La Costa Nostra”, una investigación periodística de largo aliento y a profundidad sobre el clan Char, el grupo hegemónico de Barranquilla y del Caribe colombiano.
Por lo que se conoce hasta hoy, el libro de Laura pone en blanco y negro el itinerario, épico en sus inicios, de una familia migrante que termina convertida en una de las más poderosas del país, y de cómo en ese periplo se va transformando en una impresionante corporación de negocios y política, de política y negocios, con los esplendores y oscuridades que eso conlleva, y las zonas grises entre lo permitido y lo prohibido, entre lo moral y lo inmoral. De alguna manera, lo que se ha intuido siempre, lo que se ha dicho en voz baja, sin la evidencia fáctica del reparto de burocracias y de contratos, de la compra de votos, de esas prácticas de corrupción para copar la totalidad del espacio político y no dejar florecer otras opciones en el Caribe, y en el país, unas que tengan menos intención de lucro y más de política.
La investigación abarca un periodo de 98 años, desde la llegada a Lorica (Córdoba) del primer Char, Ricardo (padre de Fuad, abuelo de Alex), como inmigrante pobre venido de Siria, hasta el episodio de Aida Merlano y sus señalamientos de presuntos delitos por cuenta del clan. Como ha dicho la propia Laura, su libro no es un expediente judicial, ni un corte de cuentas a esa familia, sino un mapa detallado de cómo funciona el poder en Colombia, “con sus luces y sombras”.
En ese sentido, es imposible negar que luego del lodazal político en que llegó a hundirse Barranquilla, con dos de sus alcaldes encarcelados (Bernardo Hoyos y Guillermo Hoenisberg), y con el atraso urbanístico y el marasmo de una clase dirigente permeada y cooptada por el paramilitarismo, el arribo de Alejandro Char trajo un aire de renovación. La ciudad se transformó de modo rotundo en 15 años, y eso lo viene notando el país entero. Imposible no reconocer que mejores vías, buena infraestructura, nuevos espacios y proyectos públicos dignifican la vida del barranquillero; sin embargo, lo que no se dice es que detrás del milagro están los mismos megacontratistas de siempre, cercanos a los Char, en una circulación de dinero que no es clara del todo, y en cuyo flujo terminan convergiendo capitales de cualquier origen. Y que la transformación urbana se ha quedado más en el cuerpo que en el espíritu y definitivamente no ha constituido mayor equidad y una mejor distribución de la riqueza, algo que sería lo verdaderamente revolucionario.
Sé que el libro de Laura trata de eso, de ese complejo sistema de buena gestión y contratación nebulosa, o en otras palabras, de corrupción eficiente, un modelo que no nos inventamos aquí, que constituye una realidad no tan oculta en democracias del primer mundo, pero que en nuestro caso conlleva aligerar los controles, para terminar en la exclusión de siempre, pues beneficia económicamente a muy pocos, lo cual contribuye a ahondar más las brechas sociales; así se consolidó esa maquinaria poderosa, con enganches en Bogotá y ambiciones suprarregionales.
Ya por fuera del libro, y debido a la decisión de no publicarlo, el otro elemento en esta radiografía del poder es la empresa privada, en este caso editorial Planeta. Arguyendo un dictamen jurídico interno sobre “los riesgos” que traería el nuevo libro decidió reversar un trabajo editorial de varios meses, con contrato perfeccionado, diseños, portada, todo listo. El mensaje, a mi modo de ver, va más allá de la simple censura, y termina siendo si no un aval a la clase política, al menos una complicidad en el silencio, en la misma tolerancia del empresariado nacional que nunca se ha plantado fuerte ante la corrupción, ni ha llamado a rendir cuentas a la clase política. No espero que Planeta sea la encargada de transformar el país y sus corruptelas, pero como empresa de comunicación que es, de ideas, de historias reales e imaginadas, ese libro sí era una oportunidad de abrir un debate y de sincerarlo. Duele el reversazo y afecta su reputación, porque aunque sea una empresa privada, 74 años de historia, de historias, hacen que nos pertenezca a los que escribimos para ella, a los que leen sus miles de títulos y compran sus libros. De alguna manera es de todos.
Si todo esto queda evidenciado con el episodio, también queda la comprobación de que hay unos contrapoderes dispuestos a dar la pelea. Periodistas como Laura, como Juanita León, quien fungió en este libro como editora periodística, dejan la ilusión en el aire de que la prensa sigue siendo una reserva de este país. Y en esa misma senda van actitudes valientes y dignas como la del director literario de Planeta, Juan David Correa, al presentar su renuncia por no compartir los motivos de la editorial ni la decisión de reversar el libro. Y hubo más pues Ana Cristina Restrepo le hizo saber a Planeta que no va a publicar un libro periodístico que tenía comprometido con ellos, y luego se vino la reacción de la comunidad de escritores, de periodistas, de académicos, artistas, intelectuales, para apoyar a Laura, rodearla, y a Juan David, inclusive con una carta a la editorial solicitando publicar el libro y no aceptar la renuncia del director literario. Una osadía, quizá, pero ante todo la comprobación de que en la conciencia de quienes creamos y escribimos, Planeta no es solo una firma que pertenece a unos socios, y sí una insignia, una referencia, un orgullo de quienes hablamos este idioma, que es nuestra patria común.
Y entonces, esto dejó de ser el simple veto a un libro, el mero juego de intereses políticos y comerciales, el cuidarse la espalda entre poderosos, y se volvió una lucha contra la censura, una cruzada por la palabra, un clamor por conocer la verdad. Es relativamente usual que intelectuales y artistas firmen cartas para respaldar o rechazar, promover o proscribir, pero no lo es que lo hagan para pedir que se publiquen libros. Eso es toda una gran novedad.
Una radiografía completa, en sus negros profundos, sus opacos y sus transparencias, una radiografía de lo que somos, del poder en Colombia, y de los contrapoderes. Así leo yo el episodio que protagonizó editorial Planeta la semana pasada cuando decidió no publicar el libro de Laura Ardila, “La Costa Nostra”, una investigación periodística de largo aliento y a profundidad sobre el clan Char, el grupo hegemónico de Barranquilla y del Caribe colombiano.
Por lo que se conoce hasta hoy, el libro de Laura pone en blanco y negro el itinerario, épico en sus inicios, de una familia migrante que termina convertida en una de las más poderosas del país, y de cómo en ese periplo se va transformando en una impresionante corporación de negocios y política, de política y negocios, con los esplendores y oscuridades que eso conlleva, y las zonas grises entre lo permitido y lo prohibido, entre lo moral y lo inmoral. De alguna manera, lo que se ha intuido siempre, lo que se ha dicho en voz baja, sin la evidencia fáctica del reparto de burocracias y de contratos, de la compra de votos, de esas prácticas de corrupción para copar la totalidad del espacio político y no dejar florecer otras opciones en el Caribe, y en el país, unas que tengan menos intención de lucro y más de política.
La investigación abarca un periodo de 98 años, desde la llegada a Lorica (Córdoba) del primer Char, Ricardo (padre de Fuad, abuelo de Alex), como inmigrante pobre venido de Siria, hasta el episodio de Aida Merlano y sus señalamientos de presuntos delitos por cuenta del clan. Como ha dicho la propia Laura, su libro no es un expediente judicial, ni un corte de cuentas a esa familia, sino un mapa detallado de cómo funciona el poder en Colombia, “con sus luces y sombras”.
En ese sentido, es imposible negar que luego del lodazal político en que llegó a hundirse Barranquilla, con dos de sus alcaldes encarcelados (Bernardo Hoyos y Guillermo Hoenisberg), y con el atraso urbanístico y el marasmo de una clase dirigente permeada y cooptada por el paramilitarismo, el arribo de Alejandro Char trajo un aire de renovación. La ciudad se transformó de modo rotundo en 15 años, y eso lo viene notando el país entero. Imposible no reconocer que mejores vías, buena infraestructura, nuevos espacios y proyectos públicos dignifican la vida del barranquillero; sin embargo, lo que no se dice es que detrás del milagro están los mismos megacontratistas de siempre, cercanos a los Char, en una circulación de dinero que no es clara del todo, y en cuyo flujo terminan convergiendo capitales de cualquier origen. Y que la transformación urbana se ha quedado más en el cuerpo que en el espíritu y definitivamente no ha constituido mayor equidad y una mejor distribución de la riqueza, algo que sería lo verdaderamente revolucionario.
Sé que el libro de Laura trata de eso, de ese complejo sistema de buena gestión y contratación nebulosa, o en otras palabras, de corrupción eficiente, un modelo que no nos inventamos aquí, que constituye una realidad no tan oculta en democracias del primer mundo, pero que en nuestro caso conlleva aligerar los controles, para terminar en la exclusión de siempre, pues beneficia económicamente a muy pocos, lo cual contribuye a ahondar más las brechas sociales; así se consolidó esa maquinaria poderosa, con enganches en Bogotá y ambiciones suprarregionales.
Ya por fuera del libro, y debido a la decisión de no publicarlo, el otro elemento en esta radiografía del poder es la empresa privada, en este caso editorial Planeta. Arguyendo un dictamen jurídico interno sobre “los riesgos” que traería el nuevo libro decidió reversar un trabajo editorial de varios meses, con contrato perfeccionado, diseños, portada, todo listo. El mensaje, a mi modo de ver, va más allá de la simple censura, y termina siendo si no un aval a la clase política, al menos una complicidad en el silencio, en la misma tolerancia del empresariado nacional que nunca se ha plantado fuerte ante la corrupción, ni ha llamado a rendir cuentas a la clase política. No espero que Planeta sea la encargada de transformar el país y sus corruptelas, pero como empresa de comunicación que es, de ideas, de historias reales e imaginadas, ese libro sí era una oportunidad de abrir un debate y de sincerarlo. Duele el reversazo y afecta su reputación, porque aunque sea una empresa privada, 74 años de historia, de historias, hacen que nos pertenezca a los que escribimos para ella, a los que leen sus miles de títulos y compran sus libros. De alguna manera es de todos.
Si todo esto queda evidenciado con el episodio, también queda la comprobación de que hay unos contrapoderes dispuestos a dar la pelea. Periodistas como Laura, como Juanita León, quien fungió en este libro como editora periodística, dejan la ilusión en el aire de que la prensa sigue siendo una reserva de este país. Y en esa misma senda van actitudes valientes y dignas como la del director literario de Planeta, Juan David Correa, al presentar su renuncia por no compartir los motivos de la editorial ni la decisión de reversar el libro. Y hubo más pues Ana Cristina Restrepo le hizo saber a Planeta que no va a publicar un libro periodístico que tenía comprometido con ellos, y luego se vino la reacción de la comunidad de escritores, de periodistas, de académicos, artistas, intelectuales, para apoyar a Laura, rodearla, y a Juan David, inclusive con una carta a la editorial solicitando publicar el libro y no aceptar la renuncia del director literario. Una osadía, quizá, pero ante todo la comprobación de que en la conciencia de quienes creamos y escribimos, Planeta no es solo una firma que pertenece a unos socios, y sí una insignia, una referencia, un orgullo de quienes hablamos este idioma, que es nuestra patria común.
Y entonces, esto dejó de ser el simple veto a un libro, el mero juego de intereses políticos y comerciales, el cuidarse la espalda entre poderosos, y se volvió una lucha contra la censura, una cruzada por la palabra, un clamor por conocer la verdad. Es relativamente usual que intelectuales y artistas firmen cartas para respaldar o rechazar, promover o proscribir, pero no lo es que lo hagan para pedir que se publiquen libros. Eso es toda una gran novedad.