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Construir una iconografía colombiana incluyente, una nueva cultura de bienes conmemorativos y escultóricos por consensos, encontrar símbolos comunes, que nos identifiquen y arropen, para construir una memoria nacional y una conciencia histórica, todo eso debería ser parte de ese proyecto de nación que los políticos nos adeudan. Y en esa vía, hacer también una revisión de nuestros monumentos, y hasta facilitar el archivo y retiro de más de uno. De acuerdo. Sin embargo, las claves para hacerlo, los criterios, no pueden ser los de esta abominable cultura de la cancelación que se impone, sin matices, ni gradaciones, ni contextos históricos y hermenéuticas, en la que debe ser olvidado, proscrito, todo aquel que se desvíe de unos cánones innegociables de progresismo, de todas las conquistas de la postmodernidad y las reivindicaciones desde étnicas hasta identitarias.
Si las condiciones para ser recordado y honrado en un monumento son las surgidas exclusivamente de esta nueva conciencia plural, humanista, ética, que por fortuna hemos ido conquistando, hay que recoger casi toda la estatuaria del mundo y honrar solo a los hombres y mujeres que han vivido en los últimos 30 años. Inclusive, para sectores específicos de la sociedad, como el feminismo más radical, ningún hombre debería estar encima de un pedestal.
El pasado sábado 8 de marzo, Día de la Mujer, fueron vandalizadas (resignificadas dicen las feministas) las estatuas de la plaza frente al Concejo. La primera, la de José Artigas, héroe nacional de Uruguay, libertador de las Provincias del Río de la Plata, un liberal, de mentalidad laica y convicción de igualdad ante la ley. Creo que la mayoría de “manifestantas” no sabía de quién se trataba. Solo estaba en el lugar equivocado, en medio de la marcha equivocada, y su pecado era ser varón. En su base de piedra quedaron pintarrajeadas las palabras “Muerte al Macho”.
La segunda fue la de Luis Carlos Galán. Difícil imaginar vandalizada la efigie de un personaje clave del siglo XX, indiscutiblemente probo, luchador, visionario, mártir de la guerra contra el narcotráfico, víctima del maridaje sórdido de la mafia con los políticos. Un hombre bueno. Un estadista. Inimaginable ver a Galán en llamas, pero aún más enterarse de que toda esa reacción contra su memoria fue motivada en parte por una novela de mi autoría, titulada “Las distancias”, en la que se recupera de la oscuridad la historia de Luis Alfonso, el hijo mayor del político, ese que concibió con María Isabel Corredor, la empleada doméstica de su casa paterna, a los 21 años, que mantuvo en secreto hasta el día de su muerte, y a quien no le dio el apellido. Uno que creció como campesino, al cuidado de los abuelos, o medio oculto en casas donde dejaban trabajar a su madre con niño incluido, y que obtuvo el apellido paterno 9 años después de muerto Galán, por obra de una demanda.
Todo eso está en mi libro, pero también que, en esos primeros años, María Isabel se le escondió al político por el temor a que le quitaran a su bebé, que luego en una infancia más avanzada la relación con su padre se regularizó, que siempre respondió por él y lo visitó con la constancia que le permitía su actividad, que intentó adoptarlo pero el chico no quiso para no perder el apellido materno, que el proceso para lograr el paterno fue expedito por el apoyo de la viuda, los abuelos y la familia Galán. Que, según los testimonios en los expedientes, se deduce que en la relación de Luis Carlos con María Isabel siempre hubo respeto e incluso cariño.
Una historia compleja, dolorosamente nuestra, con sus silencios y ausencias, y enmarcada en un momento histórico de un país con atavismos, prejuicios, malformaciones genéticas, todo bajo la contradicción de un prohombre que no le temía a las balas de la mafia pero sí a los juicios de la sociedad. En un país que no lee, sin discernimiento para corregir sus rumbos, que se queda en los titulares, y se mueve en el frenesí y ligereza de unas redes sociales, Luis Carlos Galán el 8 de marzo terminó siendo un macho abusador, padre ausente e irresponsable, un señor feudal que dispuso de la virginidad de su sirvienta. En X se replicó que ella tenía 14 años al quedar preñada, cuando en verdad tenía 24 y era tres años mayor que él.
Un platillo con todos los ingredientes para detonar una explosión de ira como las que se volvieron usuales cada 8 de marzo, lo cual termina siendo contraproducente para la causa porque lejos de dejar reflexiones sobre lo mucho que aún falta para una verdadera equidad, una justicia histórica y unas reivindicaciones, lo que propicia son casi exclusivamente unas notas de prensa sobre los desmanes, y alimenta un mensaje sombrío y preocupante de odio y de revanchismo.
Escribí esa novela porque en la sola historia de un único hombre está reflejada del modo más exacto y desgarrador la sociedad de mi país, la que fue y no deja de ser del todo, con sus prejuicios, su exclusión, sus castas verticales, pero además porque encontré en Luis Alfonso ese héroe pequeño que siempre me ha seducido, el que con la épica de su historia, de sus carencias y dificultades, termina reconstruyendo en todo el anonimato los pedazos que le faltan a la macrohistoria, la oficial, la de los próceres y los héroes de monumento. Galán, Luis Carlos, cometió el error de no reconocerlo, de mantenerlo oculto, de responder por él en lo económico, aunque con una triste distancia emocional, pero los juicios a él deben enmarcarse en la conciencia de un tiempo histórico, y sin que por ello se borre la magnitud de su lucha pública y el valor enorme de haber sido el dique que evitó convertirnos en una narcodemocracia, en el reino ese sí machista, brutal, heteropatriarcal de Pablo Escobar.