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Sin jugar a Nostradamus, por la sumatoria de indicios, por lo que nos legó el pérfido 2024, no es muy arriesgado aventurarse a apostar que el 2025 va a ser un año convulso para este hemisferio, triste, malo para mucha gente, para el pensamiento libre y la democracia, la justicia, la conciencia, la diversidad, y en últimas para la paz. Y va a ser igual de pernicioso arriba que abajo, porque Macondo se convirtió en una aldea global hace rato y en varias partes del mundo ya copiaron nuestro modelo de caudillismos surrealistas, instituciones vacilantes y Estados de opinión, que no son invento nuestro, pero que refinamos aquí con todo el esmero en el último siglo.
Hace dos días, y a casi una semana de la posesión de Donald Trump como nuevo presidente de Estados Unidos, el juez Juan Merchán decidió ratificar la sentencia contra él por el soborno a testigos, la falsedad en estados financieros, y otros delitos, pero no le decretó pena alguna. Una condena moral a ser el primer delincuente sentenciado en llegar a la Casa Blanca, pero sin efectos en la práctica.
Estados Unidos, el faro de la democracia, el adalid de la institucionalidad, el garante arquetípico del Estado de derecho, al menos de fronteras para adentro, comienza la aventura de un caudillo delirante, mitómano, con un egocentrismo feroz que sintoniza con una nostalgia de superioridad nacional y supremacismo, en ascenso y con riesgo de desborde. Un experimento muy peligroso, aun más que el de su primera elección, ya que entra a gobernar con un gran cheque en blanco, sin contrapesos políticos, legales, ni civiles y ni siquiera psicológicos, con las dos cámaras a su favor, la Corte Suprema muy proclive a sus causas, pues él surtió tres vacantes en su primer gobierno, y el endoso de un mandato popular amplio, fiel y poco dado a llamarlo a cuentas. Inclusive, con una ola de críticas y promesas de resistencia y control muy inferior a la de hace ocho años cuando académicos, artistas, intelectuales, gente de ciencia, lo fustigaron duramente en su primera elección.
Y un mundo que no se arriesga a contradecirlo, a pesar de varias declaraciones alucinantes en las semanas posteriores a su triunfo. Un presidente que se atreve a afirmar, como quien dice cualquier cosa, que no descarta invadir Panamá, raparle Groenlandia a Dinamarca, debilitar a la OTÁN, o inclusive bromea con anexar Canadá, sugiere, en el mejor de los casos, un estilo charlatán, desenfadado, pero con una estrategia sin cortapisas ni frenos para presionar al mundo bajo el amparo de la fuerza y la brutalidad, y en el peor, una reedición alegre del nazismo; también Hitler soñaba con un make Deutschland great again, y por seguridad nacional invadió Polonia, por identidad pangermánica incorporó Austria al mapa alemán. En el caso de Latinoamérica nos anuncia que volvemos a un modelo de relación muy asimétrica que creíamos estaba superado y anula esa ilusión de que de ser colonias empezábamos a ser encarados como socios y vecinos.
En los llamados temas morales, ya Trump anticipó “poner fin a la locura transgénero”, y ese puede ser el inicio de la nueva era que alertó en 2024 Lee Epstein, la jurista y miembro de la Academia Americana de Artes y Ciencias, sobre una eventual reversa en temas como el matrimonio gay y la anticoncepción. Ya la Corte lo hizo con el derecho al aborto. Ahora, el presidente condenado por abuso sexual, por soborno a una actriz porno, va a recuperar la moral de su país.
Casi a la misma hora en que el juez Merchán, y con él la justicia gringa, claudicaba en el intento por castigar y de algún modo frenar a Trump y la clara amenaza que encarna contra la democracia, abajo en el mapa, en el trópico profundo, un personaje diametralmente opuesto y por eso muy similar, tomaba posesión como nuevo presidente de Venezuela. La agonía venezolana, y de refilón la colombiana, y la fragmentación latinoamericana, se prorrogaban por seis años más. Nicolás Maduro también entra con ese cheque en blanco que significa controlar la Asamblea Nacional sin eufemismos ni pantomimas, así como el poder judicial y los entes de control. Con el Ejército arrodillado, pero inclusive si este llegara a fallarle, con unas fuerzas bolivarianas más convencidas y doctrinarias que los propios soldados y generales. Y bien armadas. Venezuela se hunde cada vez más en la periferia y el aislamiento, y por eso las presiones internacionales parecen no inquietar a la mafia y la chusma que la gobierna y que no tiene el menor nexo con las corrientes de pensamiento y las élites intelectuales del mundo. La actitud de Europa y Estados Unidos, inclusive con la decisión de este último de subir los montos de las recompensas por las cabezas del chavismo, les ayuda a sostener el discurso ideológico con sus bases, y las reacciones que en realidad podrían inquietarlos un poquito están bajo control, con la actitud cínica de México y su aval silencioso en el pretexto flojo del no intervencionismo, la del Brasil vacilante, y la de Colombia y su contorsionismo ridículo de pedir las actas de votación como requisito para aceptar los resultados electorales pero con su embajador asistiendo a la toma de mando. Es difícil no pensar que hay en los tres una solidaridad ideológica inconfesada con ese izquierdismo trasnochado y sesentero que alguna vez representó Hugo Chávez. Trump y Maduro están cada vez más desatados, con menos límites y escrúpulos; uno, por haber logrado salirse con la suya, impune de sus pecados y delitos, y premiado; el otro por el muy prosaico miedo a un golpe, y no tanto por uno del Ejército, o de los gringos, sino de ese perro rabioso que es Diosdado Cabello.
Vienen cuatro años fatídicos para Estados Unidos y para el mundo, y seis horribles años para Venezuela y la región. El estupor, la sorpresa, la desesperanza van a ser titulares cotidianos en los tiempos por venir.