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Periodismo del malo ha habido siempre. Cuando yo era niño, al noticiero Noticolor, que dirigía Darío Silva lo llamaban “Lambicolor”, porque era como una oficina de prensa del gobierno de Turbay, el del Estatuto de Seguridad y la represión. Silva dejó el negocio arrancando los ochenta y se pasó a otro quizá más lucrativo, pero con la misma intención oculta de desinformar y manipular; se volvió pastor y cambió los editoriales por los sermones, y la pelea furiosa por la pauta, por la búsqueda más reposada de los diezmos y las donaciones.
Periodismo sinvergüenza siempre ha habido, y no creo que ahora haya más periodistas malos que antes; lo que ocurre es que los Luis Carlos Vélez, las revistas Semanas, y los noticieros RCN de hoy lo asumen de frente y ya no pretenden ocultar que están para servir unos intereses y unas causas políticas. En el fondo, tiene algo bueno y es que de antemano sabemos que lo que nos van a informar tiene un sesgo claro y una finalidad específica, a menudo tendenciosa. Eso equivale, de algún modo, a esas alertas previas antes de cada programa de TV en las que se explicita que lo que se va a ver puede contener lenguaje fuerte, imágenes sexuales o violencia. En este caso opera como un letrero de advertencia de contenido manipulado, mentiroso, incompleto. Usted decide si lo consume. Como con la comida chatarra y sus stickers obligatorios, engavetados aún por el Gobierno.
Lo malo es que, por esa tendencia humana, desinformada y facilista, a meter todo en el mismo costal, ha terminado haciendo carrera el infundio de que el periodismo actual, como cuerpo, es un mero apéndice del poder, sin libertad, sin autonomía ni sentido crítico. Hace un mes, a Vanessa de la Torre le sabotearon una grabación al aire libre cuando intentaba entrevistar al candidato uribista Óscar Iván Zuluaga. El exaltado que alebrestó a la multitud se le acercó y pidió tomarse “una selfie con Vanesita de la Torre, gran manipuladora de la información”. Lo extraño es que pocos días antes, el uribismo en pleno la había repudiado a ella por su dureza al entrevistar a María Fernanda Cabal, y un año atrás un país mayoritario la aplaudió por las preguntas incisivas a Iván Duque, cuando el presidente se metió en una defensa fiera y descarada de Álvaro Uribe, privado de la libertad por decisión de la Corte.
Afirmar que el periodismo hoy está peor que nunca y que está arrodillado no solo es falaz sino injusto. Yo lo veo diferente, pues no son pocos los medios interesados en denunciar, cuestionar, destapar, en mayor o menor medida; y lo han hecho sin abandonar necesariamente el oficialismo, pero entendido este no como un sinónimo de gobernismo, sino como una actitud de dar relevancia a las posiciones oficiales, sean estas del sector público, privado, comunitario, etc., en el juego consciente de que actúan dentro del establecimiento. Así, he visto reportajes muy estructurados en Caracol TV; investigaciones muy serias en Noticias Uno o en La W Radio; gran independencia y una actitud eternamente suspicaz ante el poder en La Silla Vacía, en Vorágine y en El Espectador. Solemos olvidar a la prensa regional, pero esta entregó unas lecciones enormes en los paros de este año y conseguimos enterarnos de las otras visiones de la protesta, desde las voces que casi nunca tienen resonancia, gracias al valor de Canal 2 de Cali, por ejemplo.
Para mí el personaje del año es una periodista que, gracias a una investigación rigurosa y a una actitud firme y valiente frente a las grandes presiones, e inclusive amenazas, consiguió destapar el escándalo de Centros Poblados y el proceso inverosímil que le concedió a una unión temporal, de fabricantes de muebles, vendedores de cosas de ferretería y constructores de edificios, un contrato por dos billones de pesos para llevar internet a las zonas apartadas. Paola Herrera es mi personaje nacional del año, y parte de su crédito también se lo lleva La W, que la respaldó, le brindó tiempo para investigar, confió en sus hallazgos, y asumió los riesgos de destapar el torcido más grande del gobierno.
Otra de las pruebas contundentes de que el periodismo hoy no está sumido en la miseria, como proclaman, sobre todo desde la izquierda, es ese vulgar mico aprobado por la Cámara en la Ley Anticorrupción, que amenaza con cárcel a quien difame o calumnie a los servidores y exservidores públicos: una norma que pinta como un poderoso persuasor para la prensa de abstenerse a denunciar. El ponente es un oscuro personaje de la política tradicional costeña, César Lorduy, quien tiene en su pasado inclusive el homicidio de una menor, por el que aún lo señalan en Barranquilla, y del que nunca fue absuelto, pues el caso prescribió. La intención censuradora del Congreso es tan rampante, como lo fueron en Ecuador las leyes restrictivas a la prensa del gobierno de Correa, o las que tienen en la cárcel a más de la mitad de la dirigencia opositora en Nicaragua por la traición a la patria de cuestionar al presidente.
Finalmente, prueba de que el periodismo sigue siendo muy peligroso para el alto poder es la posible inspección de la Fiscalía a Noticias Uno en busca de unos archivos, por una nota que salió hace ocho años. Todo el incidente se rodea de un fuerte mal olor, pues apenas se le avisó al noticiero el 7 de diciembre, aunque la notificación está fechada hace dos meses, y habla de un proceso en curso por el delito de revelación de secreto. ¿Revelación de secreto? ¿Quién cometió ese “crimen” del que además no conocemos casos anteriores? Para hacer más sinuoso el episodio, la nota de prensa en referencia involucra a Gustavo Petro cuando era alcalde y admitió, aparentemente, en una reunión, el mal desempeño de su plan de recolección de las basuras. Entrar a escudriñar en los archivos de una empresa periodística no tiene precedentes y pone en peligro principios básicos del oficio como el sigilo profesional y la promesa a las fuentes de no revelar su identidad, algo que inclusive está consagrado en la Constitución Política.
Llama a la ilusión y a la esperanza que ante los Lorduy y los fiscales truculentos haya Paolas Herreras que mostrar.