En otras circunstancias estaría exultante de felicidad, de ilusión, de esperanza. Que una mujer, de provincia, de extracción popular, sin apellidos delfinescos ni padrinazgos de origen, con notable capacidad de trabajo, guapa además, se presente como candidata a la Presidencia, que tenga algún chance, si no de ganar sí de arrastrar cierto caudal y convertirse en futura opción, sería un reflejo de que algo profundo cambió en este país, y sobre todo en su sociedad.
Por el contrario, que Vicky Dávila sea hoy aspirante presidencial sugiere que nos esperan muchos más años en este lodazal de polarización, de clase dirigente sin asomos de ética, y menos de proyecto de un país que valore la verdad y priorice la reconciliación, y que seguiremos en este engranaje perverso de acción y reacción, en el que el asco ante la venalidad y oscuridad uribista nos condujo a la improvisación y corrupción petrista, y la decepción profunda ante este último puede abrirle las puertas a la aventura extrema de Dávila presidente.
A mí no me preocupa tanto lo que muchos critican de ella acerca de las dudas sobre su capacidad y preparación para liderar el país. Iván Duque ya bajó demasiado el listón de los requerimientos y, sin duda, Vicky es mucho más inteligente que él. Tampoco me preocupa tanto su clara adscripción a la ultraderecha, porque sigo creyendo que aquí tiene que haber espacio para todos, y que lo que nos horroriza de la ultraderecha, y de la extrema izquierda también, no es tanto la ideología como las prácticas, enmarcadas en la filosofía del todo vale, en la convicción de que se puede arrasar con la institucionalidad, la historia y la vida para conseguir el predominio y en la visión reduccionista del mundo entre amigos y enemigos.
En lo ideológico, y con esta jugada maestra de hacerse nombrar directora de una revista y desde allí iniciar su propaganda y su campaña política, de modo descarado más de una vez, cayó definitivamente la máscara: Vicky nunca fue uribista; ella básica y únicamente es vickista. Vicky nunca fue periodista, o no sé si en sus inicios lo fue, porque aquello ya se hunde en la oscuridad de los tiempos.
Lo evidente entonces es que desde siempre ha tenido un afán enorme por la popularidad, por el aplauso y la notoriedad. Y eso en sí mismo no es reprochable, aunque sí sea una condición incompatible con ser buen periodista; bueno, no famoso. Hace cinco años, cuando la familia Gilinski compró la revista Semana y la nombró su directora, un puñado de buenos periodistas renunció o fueron ‘renunciados’ en días previos. Allí estaban Ricardo Calderón, José Guarnizo, Daniel Coronell, Rodrigo Pardo, Vladdo, Federico Gómez, María Jimena Duzán. Esta última advirtió en una columna hace ya un año que Vicky estaba haciendo campaña política abiertamente pues se iba a lanzar a la presidencia. Dávila lo desmintió y se fue contra ella en redes: “periodista comunista”, “falsaria”, “hipócrita profesional”.
Con todo lo anterior y recapitulando, a mí no me preocupa que Vicky no esté preparada, ni tenga experiencia, ni sea de derecha. Entonces, lo que sí me asusta son tres cosas: su única ideología es la del éxito a toda costa, éxito entendido como fama y reconocimiento, sin enredarse en consideraciones éticas; lo segundo es justamente eso: a lo largo de su vida en los medios se movió con una habilidad pasmosa en el arte de que todo lo dicho por ella pudiera quedar en el limbo de la libertad de expresión. Así se salvó de la responsabilidad civil en demandas como la del coronel Jorge Estupiñán, a quien llamó corrupto al aire, y la del viceministro Carlos Ferro y el sórdido video con el que ella intentó demostrar que sí había prostitución masculina en la Policía, con la supuesta “comunidad del anillo”.
En los últimos cinco años, al frente de Semana, llevó ese derecho a opinar a límites inconcebibles, que en su momento vimos como sesgos ideológicos y ahora entendemos que hacían parte de su plan a la presidencia. Hay varias portadas que me parecen memorables, por antiperiodísticas: una, con una caricatura de Claudia López con maletas saliendo de viaje, para contar que la alcaldesa se iba de vacaciones en plena crisis de la pandemia; esa podría ser una perfecta portada de enero cuando no hay mucha información, pero justo esa misma semana ocurrió ni más ni menos que la toma del capitolio en EE. UU., por instigación de Trump. La otra es un montaje con la cara de Petro ardiendo y el titular “Basta ya”, para introducir un artículo sobre las protestas sociales del 2021. En el sumario lo culpaban de atizar el estallido social y le decían: “le llegó la hora de pensar primero en Colombia antes que en alcanzar la presidencia”. Otra más, una foto grotesca de Juan Guillermo Monsalve, testigo estrella en el proceso contra Álvaro Uribe, en un primer plano de su cara en el que se aprecia totalmente drogado y con vestigios de cocaína bajo la nariz y los pómulos; todo, acompañado de un titular: “El verdadero Monsalve”.
Lo tercero que me asusta mucho de Vicky es la consistencia de sus sentimientos de odio. Más allá de las consideraciones morales o las filosóficas acerca del odio, que van desde una forma de dolor externa que esclaviza, según Spinoza, o un sentimiento de los débiles y subalternos, como exponía Nietzsche, en el caso de ella es evidente que puso el periodismo al servicio de sus propios odios, en una larga lista de revanchismo y venganza que encabeza de lejos Juan Manuel Santos. Otra portada para estudiar en las facultades: la foto del expresidente bajo el rótulo de “El Nobel de Odebrecht”, y una bajadilla que dice: “Se cierra el cerco sobre J. M. Santos…”. El personalismo es enemigo del verdadero estadista, y el personalismo con odio y poder es una bomba que arrasa con todo, más en un país que requiere urgente de una dirigencia que le baje el tono a la confrontación, que nos reconcilie.
Vicky, querida, quizá te llegó la hora de pensar primero en Colombia antes que en alcanzar la presidencia.
En otras circunstancias estaría exultante de felicidad, de ilusión, de esperanza. Que una mujer, de provincia, de extracción popular, sin apellidos delfinescos ni padrinazgos de origen, con notable capacidad de trabajo, guapa además, se presente como candidata a la Presidencia, que tenga algún chance, si no de ganar sí de arrastrar cierto caudal y convertirse en futura opción, sería un reflejo de que algo profundo cambió en este país, y sobre todo en su sociedad.
Por el contrario, que Vicky Dávila sea hoy aspirante presidencial sugiere que nos esperan muchos más años en este lodazal de polarización, de clase dirigente sin asomos de ética, y menos de proyecto de un país que valore la verdad y priorice la reconciliación, y que seguiremos en este engranaje perverso de acción y reacción, en el que el asco ante la venalidad y oscuridad uribista nos condujo a la improvisación y corrupción petrista, y la decepción profunda ante este último puede abrirle las puertas a la aventura extrema de Dávila presidente.
A mí no me preocupa tanto lo que muchos critican de ella acerca de las dudas sobre su capacidad y preparación para liderar el país. Iván Duque ya bajó demasiado el listón de los requerimientos y, sin duda, Vicky es mucho más inteligente que él. Tampoco me preocupa tanto su clara adscripción a la ultraderecha, porque sigo creyendo que aquí tiene que haber espacio para todos, y que lo que nos horroriza de la ultraderecha, y de la extrema izquierda también, no es tanto la ideología como las prácticas, enmarcadas en la filosofía del todo vale, en la convicción de que se puede arrasar con la institucionalidad, la historia y la vida para conseguir el predominio y en la visión reduccionista del mundo entre amigos y enemigos.
En lo ideológico, y con esta jugada maestra de hacerse nombrar directora de una revista y desde allí iniciar su propaganda y su campaña política, de modo descarado más de una vez, cayó definitivamente la máscara: Vicky nunca fue uribista; ella básica y únicamente es vickista. Vicky nunca fue periodista, o no sé si en sus inicios lo fue, porque aquello ya se hunde en la oscuridad de los tiempos.
Lo evidente entonces es que desde siempre ha tenido un afán enorme por la popularidad, por el aplauso y la notoriedad. Y eso en sí mismo no es reprochable, aunque sí sea una condición incompatible con ser buen periodista; bueno, no famoso. Hace cinco años, cuando la familia Gilinski compró la revista Semana y la nombró su directora, un puñado de buenos periodistas renunció o fueron ‘renunciados’ en días previos. Allí estaban Ricardo Calderón, José Guarnizo, Daniel Coronell, Rodrigo Pardo, Vladdo, Federico Gómez, María Jimena Duzán. Esta última advirtió en una columna hace ya un año que Vicky estaba haciendo campaña política abiertamente pues se iba a lanzar a la presidencia. Dávila lo desmintió y se fue contra ella en redes: “periodista comunista”, “falsaria”, “hipócrita profesional”.
Con todo lo anterior y recapitulando, a mí no me preocupa que Vicky no esté preparada, ni tenga experiencia, ni sea de derecha. Entonces, lo que sí me asusta son tres cosas: su única ideología es la del éxito a toda costa, éxito entendido como fama y reconocimiento, sin enredarse en consideraciones éticas; lo segundo es justamente eso: a lo largo de su vida en los medios se movió con una habilidad pasmosa en el arte de que todo lo dicho por ella pudiera quedar en el limbo de la libertad de expresión. Así se salvó de la responsabilidad civil en demandas como la del coronel Jorge Estupiñán, a quien llamó corrupto al aire, y la del viceministro Carlos Ferro y el sórdido video con el que ella intentó demostrar que sí había prostitución masculina en la Policía, con la supuesta “comunidad del anillo”.
En los últimos cinco años, al frente de Semana, llevó ese derecho a opinar a límites inconcebibles, que en su momento vimos como sesgos ideológicos y ahora entendemos que hacían parte de su plan a la presidencia. Hay varias portadas que me parecen memorables, por antiperiodísticas: una, con una caricatura de Claudia López con maletas saliendo de viaje, para contar que la alcaldesa se iba de vacaciones en plena crisis de la pandemia; esa podría ser una perfecta portada de enero cuando no hay mucha información, pero justo esa misma semana ocurrió ni más ni menos que la toma del capitolio en EE. UU., por instigación de Trump. La otra es un montaje con la cara de Petro ardiendo y el titular “Basta ya”, para introducir un artículo sobre las protestas sociales del 2021. En el sumario lo culpaban de atizar el estallido social y le decían: “le llegó la hora de pensar primero en Colombia antes que en alcanzar la presidencia”. Otra más, una foto grotesca de Juan Guillermo Monsalve, testigo estrella en el proceso contra Álvaro Uribe, en un primer plano de su cara en el que se aprecia totalmente drogado y con vestigios de cocaína bajo la nariz y los pómulos; todo, acompañado de un titular: “El verdadero Monsalve”.
Lo tercero que me asusta mucho de Vicky es la consistencia de sus sentimientos de odio. Más allá de las consideraciones morales o las filosóficas acerca del odio, que van desde una forma de dolor externa que esclaviza, según Spinoza, o un sentimiento de los débiles y subalternos, como exponía Nietzsche, en el caso de ella es evidente que puso el periodismo al servicio de sus propios odios, en una larga lista de revanchismo y venganza que encabeza de lejos Juan Manuel Santos. Otra portada para estudiar en las facultades: la foto del expresidente bajo el rótulo de “El Nobel de Odebrecht”, y una bajadilla que dice: “Se cierra el cerco sobre J. M. Santos…”. El personalismo es enemigo del verdadero estadista, y el personalismo con odio y poder es una bomba que arrasa con todo, más en un país que requiere urgente de una dirigencia que le baje el tono a la confrontación, que nos reconcilie.
Vicky, querida, quizá te llegó la hora de pensar primero en Colombia antes que en alcanzar la presidencia.