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MIAMI.- En medio de tanta vaina que pasa en Estados Unidos, lo único que faltaba era encontrar al padre perdido de la patria: Nayib Bukele, el mandamás de El Salvador. En cuestión de semanas, se ha convertido en el modelo de gobierno de la Casa Blanca, al lado, o tal vez por encima, de Jefferson, Washington, Hamilton, Madison o Franklin.
La secretaria del Departamento de Seguridad Interior, Kristi Noem, estuvo de safari en San Salvador, visitando el CECOT, el centro de detención más grande de América Latina, con capacidad para 40 mil reclusos, tiene ocho pabellones, y en cada celda caben entre 65 y 70 presos, apeñuzcados, unos encima de otros. Es el epicentro, además, de enormes violaciones a los derechos humanos perpetradas por un presidente autoritario, que convirtió a su país en un perpetuo estado de excepción que le ha permitido gobernar a sus anchas, con jueces de bolsillo, congresistas de bolsillo, sin limitaciones legales como esa piedra en el zapato llamada “el debido proceso”.
Dicha prisión, en la que no están permitidas las visitas, se ha convertido en un hueco negro, de ahí no sale nadie, no hay procesos pendientes, ni abogados que hablen con los internos. Es la ley del ojo por ojo y diente por diente, la única que conoce el régimen. Las condiciones de reclusión son inhumanas, pero justificadas porque esos monstruos que asesinaron sin contemplación a miles, que aterrorizaron vecindarios enteros, que impusieron su ley de sangre y crueldad no merecen nada distinto que un piso de cemento, hacinamiento, y casi 24 horas sin ver el sol, sólo el rayo brillante, gélido, de las luces de neón que siempre están prendidas. Que se pudran, para ellos no existen ni la constitución ni las leyes, sino la regla de oro del gobierno actual: la retaliación. Para eso no se necesitan jueces, sólo la mano dura del “dictador más cool del mundo”, como se ha autodenominado Bukele, o Batman, así lo llamaban los pandilleros que estaban negociando con él por debajo de la mesa cuando empezó su primer gobierno.
Noem le habla de frente a una cámara. Detrás de ella, como telón de fondo, están los presos apelotonados en una de las celdas que ya se han vuelto famosas en todo el mundo por su parecido a los campos de concentración, con prisioneros en ropa interior blanca, tatuados de pies a cabeza, mirando de manera inexpresiva a esta extraña mujer que aprovecha el momento para lanzar una amenaza universal: “si usted viene a nuestro país (Estados Unidos) de manera ilegal, esta es una de las consecuencias que puede enfrentar. Esta carcel es una de las herramientas con las que contamos y la utilizaremos si usted comete un crimen en contra del pueblo estadounidense”.
Los esbirros de Bukele han detenido a muchos inocentes sin fórmula de juicio. Hay cientos de familias que han dado testimonio de lo anterior. Y ahora Trump, irrespetando las órdenes de los jueces, envió al infierno a 238 supuestos pandilleros venezolanos pertenecientes al Tren de Aragua, arrestados sin ninguna garantía constitucional, con supuestas evidencias que el gobierno no ha querido revelar, y en medio de testimonios de familiares de varias de las victimas que dan fe de que su hermano o hijo jamás hizo parte de una organización criminal. Por ejemplo, hay un peluquero y un futbolista entre los enviados al CECOT, y ya no es posible sacarlos de ahí porque el gobierno gringo los deportó y los envió a que se murieran en vida.
Se basaron en una ley del siglo XVIII, la ley del Enemigo Extranjero, bajo la premisa de que esos supuestos “malandros” fueron enviados por el gobierno de Maduro a invadir territorio estadounidense. Y entonces pueden ser deportados sin que medie un tribunal de justicia. Ese procedimiento fue ya bloqueado por dos jueces, y sin embargo la secretaria de seguridad interior, con su uniforme de gringuita en plan de conocer la selva, no tuvo empacho en decirle al mundo, a través de su cuenta en Instagram, que hay una santa alianza con el nuevo padre de la patria, a quien ahora el imperio considera uno de sus modelos para combatir el crimen.
Es una gran paradoja. Antes, Estados Unidos era el supuesto paradigma de democracia, de respeto a la ley y con un portentoso sistema de garantías constitucionales. Con este fascismo en ciernes, ahora el gran inspirador es un autoritario tropical. Sus métodos ya los estamos viendo en las calles, en tiempo real: agentes de la policía migratoria vestidos de civil, con sus rostros cubiertos con máscaras, en Boston, arrestan cerca de su casa a una joven turca. Ella no es una indocumentada, ni una delincuente. Tiene una visa de estudiante, es recién graduada de la universidad Tuft y acusada de apoyar a Hamas.
Los abogados de los jóvenes estudiantes señalados de respaldar a ese grupo terrorista (entre ellos un alumno de Columbia, residente legal en Estados Unidos, que está en proceso de deportación) han dicho que sus clientes no han cometido ningún delito y tampoco las autoridades tienen pruebas de lo contrario. Por lo tanto, la acción de ICE (la policía de inmigración que está actuando como un escuadrón secreto) es una violación flagrante de la Primera Enmienda, que garantiza la libertad de expresión y de protesta pacifica en Estados Unidos. Incluso protege a los defensores de Hitler, a los grupos neonazis y a los supremacistas blancos, que suelen organizarse en milicias. Muchos de ellos atacaron con violencia el capitolio en Washington, el 6 de enero de 2021. Fueron encarcelados y condenados, pero todos salieron libres gracias al perdón de Trump.
Bukele dijo en un trino que en Estados Unidos había un golpe de los jueces como una manera de explicar por qué varios fallos de diferentes cortes han frenado los ímpetus dictatoriales del gobierno actual. Trump cree lo mismo, y está utilizando la estrategia de siempre: calificar a los jueces de “lunáticos izquierdistas”, deslegitimar sus fallos con la falacia de que fueron motivados por razones políticas, irrespetar al sistema judicial con la desobediencia de sus fallos. El presidente de la Cámara quiere sumarse a esa campaña de desprestigio y, para tal fin, busca quitarles dientes a los jueces federales, con el argumento de que un administrador de justicia, en una ciudad cualquiera, no puede poner en tela de juicio las decisiones de un gobernante elegido por el pueblo.
En El Salvador, por desgracia, el sistema judicial está cooptado por este sátrapa convertido en símbolo de la extrema derecha continental, que ocupa ya un lugar especial en el santoral del trumpismo. En este país los jueces se han convertido en la primera línea de la defensa de un sistema democrático y judicial sometido a una tensión inédita. En el país centroamericano, los votantes en masa reeligieron a su pretendido salvador, ellos estaban desesperados, abrumados por una violencia sin límite, y han encontrado una tranquilidad real al precio muy alto de la destrucción de la democracia y del sistema judicial, al ritmo de una corrupción galopante. Acá, en la tierra del llamado sueño americano, la mayoría de los electores - aquellos que nunca oyen noticias ni les interesa la política - decidieron votar por un tipo que les prometió reducirles el costo de vida desde el día número uno.
Poco a poco su mentira se derrumba, mientras el nuevo padre de la patria que inspira a Trump ejerce el poder con puño de hierro, sin oposición, sin medios de comunicación independientes, con instituciones arrodilladas. Más o menos eso es lo que busca tejer Trump, día a día, sorpresa tras sorpresa, pero no le está quedando fácil.
