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Bajo el gobierno de Iván Duque, Colombia se ha convertido en punta de lanza de la estrategia para terminar de hundir no al gobierno de Maduro, sino a la ya destruida sociedad venezolana. Es socio importante en la fracasada estrategia de Trump de “tumbar” al “títere de los Castro”.
Al actual inquilino de la Casa de Nariño no le importa que Trump sea un supremacista blanco, un corrupto que irrespeta todos los días, sin tregua, las instituciones democráticas y abusa sin pudor alguno del inmenso poder de la superpotencia. A Duque tampoco le molesta que la Casa Blanca utilice la crueldad y el racismo como política migratoria, que exalte dictadores y sátrapas, y defienda políticas autoritarias, e incluso critique decisiones de los altos tribunales colombianos. Es decir, que intervenga en los asuntos internos de Colombia, bajo la mirada cómplice de su primer mandatario.
Dos días después del anuncio del plan “Colombia Crece”, de la renovada y estrecha alianza entre Estados Unidos y Colombia, con la presencia en la Casa (Blanca) de Nariño, de Robert O’Brien (asesor de Seguridad Nacional) y el almirante Craig Faller (jefe del Comando Sur), entre otros, Duque denunció que, según “organismos de inteligencia de carácter internacional”, Nicolás Maduro tendría el interés de adquirir “misiles de mediano y largo alcance, a través de Irán”. Es claro que no se pueden poner en peligro los 5.000 millones de dólares que desembolsará, una vez más, el Tío Sam para “fortalecer el Estado de derecho, la gobernabilidad, mejorar oportunidades económicas, infraestructura vial y, aún más importante, combatir el narcotráfico”, como lo afirmó el señor O’Brien.
Por eso, Duque cumple a la perfección su papel de contribuir, aún más, a prolongar el calvario que vive el vecino país, haciendo eco de una estrategia miope, de corto plazo, que busca la reelección de Trump. Si hubiera menos ideología y más pragmatismo e independencia, Colombia debiera contribuir a la resolución de un conflicto político que cada día es más agudo y golpea sin misericordia al bravo pueblo. Debiera ser un país mediador, dispuesto a buscar una salida democrática, alejada de aventuras golpistas o de insólitos llamados a la intervención militar.
A la oposición venezolana, con Juan Guaidó a la cabeza, tampoco le importa que Trump, con el mismo ADN del caudillo populista que dicen repudiar, sea su aliado. Los antichavistas que viven la ficción de haber creado un “poder” paralelo, los que confían en que la “comunidad internacional” les resolverá de una vez por todas el problema que ya no saben cómo manejar, vuelven otra vez por la vía fácil de abstenerse de participar en las elecciones parlamentarias de diciembre, como lo hicieron hace quince años, y con ello no resuelven nada, y por el contrario abren una tronera por donde se apuntala el poder omnímodo del chavismo, en medio de acusaciones de fraude electoral por parte de un gobierno ilegítimo.
Digámoslo sin medias tintas: desde 1999, cuando ganó Hugo Chávez en franca lid, los opositores del caudillo consideraron ilegítima su elección, y de ahí en adelante todas las que se celebraron y ganó el chavismo. Nunca los partidos o dirigentes desplazados por la vorágine que llegó a Miraflores se trazaron la meta de recuperar la iniciativa electoral, o de atraer al pueblo que ahora votaba de manera masiva por el llamado “rojo, rojito”. La idea era “tumbar” a Chávez, y así lo intentaron en 2002, en un fracasado golpe de Estado, y después a través de un intenso paro petrolero.
Eso rompió en mil pedazos cualquier posibilidad de juego electoral y radicalizó a los dos bandos: por una parte, deslegitimación política y sabotaje económico, con ausencia significativa de trabajo de masas; por otra, expropiaciones arbitrarias, utilizadas como instrumento de retaliación contra enemigos políticos, consolidación de un poder autoritario, y decisiones troperas, sin respeto por normas y procedimientos legales, como el caso de la cancelación inapelable de la licencia del canal RCTV.
Y ahora, sigue el mismo juego pero peor.
¿La clase dirigente colombiana, a izquierda y derecha, ha mirado con detenimiento el drama venezolano?
Duque no parece entender la esencia de la debacle de nuestros hermanos, resuelta de manera simplista como “los estragos del castrochavismo”. Y es preocupante, porque en una victoria electoral de, digamos, Gustavo Petro, o de un movimiento alternativo, ¿cuál será la respuesta de los derrotados? ¿Recuperar a sus bases perdidas en una paciente labor de trabajo político, o acudir a las vías de hecho?
Es muy preocupante la política actual de Colombia hacia el despelote venezolano. También lo es la respuesta del presidente y del Centro Democrático a la detención preventiva del exsenador Álvaro Uribe. Es una reacción en la que no existe un atisbo de civilidad, de respeto a la convivencia de contrarios, sobre todo ante la posibilidad de que el uribismo y sus coroneles sean barridos en las urnas.
Por otra parte, tanto en su discurso, como en la práctica, ya es claro que la izquierda legal, la amplia franja progresista que busca reactivar el proceso de paz saboteado por el actual gobierno, no es “castrochavista”, ni busca perpetuarse en el poder, mediante referendos y elecciones permanentes, y crear un ambiente insostenible de pugnacidad. La toma del poder para expulsar a la burguesía y sus partidos políticos, la instauración de una hegemonía económica bajo la conducción de un Estado todopoderoso con nacionalizaciones y expropiaciones a la orden del día y nueva legalidad en función de las urgencias del pueblo, son fantasmas del pasado, rutas por las que ya no transitan los movimientos y partidos progresistas que podrían llegar a la Casa de Nariño, sin que necesariamente fueran mayoría en el Congreso.
Esta guerra sorda e interminable, de tragedias cotidianas, ha sido una lección política y de vida para los que han logrado salir incólumes en medio de una eterna ola de exterminio. Sin embargo, para Uribe y sus aliados no parece que la historia les haya dado alguna lección. El preso de El Ubérrimo, en largo publirreportaje de Semana digital, advierte sobre la amenaza que se cierne sobre Colombia, con cortes “mafiosas”, “justicia politizada” que busca despejarles el camino a las Farc y el comunismo.
Juega de nuevo a crear pánico. La realidad es muy otra: las antiguas huestes del finado Manuel Marulanda Vélez han sido un fracaso como alternativa electoral, pero han pagado un precio muy alto al apostarle a la paz y a la desmovilización, en medio de una combinación de sangre y traición a lo acordado en La Habana.
El Plan Colombia nos metió en una “seguridad democrática” manchada de corrupción, guerra sucia y violación profunda de derechos humanos. Ahora se nos viene “Colombia Crece”, dentro de la receta Duque de buscar para Venezuela, apegado al libreto trumpista, lo que no respeta en su país, es decir, democracia, transparencia electoral y justicia independiente.