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                                                                                                                                La revolución está a la venta

                                                                                                                                El mismo día en que el mundo, desde el confinamiento de la pandemia, reconocía que habían pasado a la velocidad del olvido cuarenta años desde la noche en que un delirante mató de cuatro balazos a John Lennon, Universal Music Publishing Group (UMPG) anunciaba a los cuatro vientos, y en medio del sonido metálico de una caja registradora, que había adquirido, por una cifra no revelada, 600 canciones del inescrutable Bob Dylan.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Nadie niega que la música, como las armas, o los carros eléctricos, es una industria. Antes, en la era de las glaciaciones cuando una canción sonaba en la radio o era un objeto concreto, un disco o un casete, el éxito se medía por la cantidad de “longplays” vendidos. Pero en los casos extraordinarios de Dylan, Lennon y sus otros tres secuaces de The Beatles, se convirtieron, además, en un referente cultural, en un antes y un después, en símbolos de una insurrección generacional. Eran la revolución en pasta, literalmente.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Para ser justos, las grandes conmociones culturales de la llamada “década prodigiosa”, la heroica lucha por los derechos civiles, la búsqueda de otros mundos a través de las drogas psicodélicas como una forma de trascender la racionalidad mercantil, no pusieron contra las cuerdas al sistema, por lo menos en Estados Unidos. De una manera muy astuta, la industria del espectáculo convirtió esas expresiones radicales de inconformidad, en un “nicho”, en un mercado pulpo, en una cadena infinita de creación de objetos y símbolos convertidos en productos.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                En la era digital, el gran negocio de la música, además de su distribución a través de plataformas como Spotify, Apple Music, o Amazon Music, son los conciertos. La pandemia ha dejado en remojo esa industria de eventos multitudinarios. Y por eso, para seguir con Ingham, hay movimientos de cientos de millones de dólares que buscan comprar la producción de los mejores exponentes del rock y pop.

                                                                                                                                La revolución, pues, está a la venta. El mercado global, la digitalización de la vida y de la muerte, y, en el medio, la cotidianidad convertida en mínimos espectáculos gracias al vértigo de las redes sociales (para no hablar de la otra cara de la moneda: la manipulación y el engaño), han profundizado la sensación de que la crítica social, bien narrada, cantada o pintada, es al final un muy buen negocio.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En el año en que Lennon fue asesinado, los punks trataban de ser la insurrección del arte a través de un rock visceral. Y en el Caribe, Bob Marley era ya una leyenda con su música y sus letras de liberación. The Clash o The Sex Pistols, dos bandas de culto de la era punk, con seguridad se deben estar cotizando muy bien y sus catálogos de canciones contestatarias deben ser jugosos activos financieros para Sony o Warner.

                                                                                                                                ¿Una paradoja? Tal vez. No todos la resistieron. El último en sucumbir a esa profunda contradicción fue Kurt Cobain, el líder de Nirvana. Jim Morrison (principio y fin de The Doors) fue un rebelde que prefirió aislarse del mundo del espectáculo, y morir alucinado.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Dylan, a pesar de todo, parece sentirse cómodo con su obra en manos de un gigante del entretenimiento. Los hechos y las contradicciones humanas que han inspirado su arte siguen ahí, vigentes, se niegan a desaparecer: las guerras, el racismo, la injusticia y, ahora, el intento autoritario en su propio suelo. Por lo tanto, al margen de la posibilidad real de que cualquiera de sus canciones termine en un creativo comercial de detergentes o de la nueva colección de Victoria´s Secret, su legado es poderoso, inspirador. En su último disco, hay una canción llamada Falso Profeta, en la que dice: “No soy un falso profeta/Yo sólo sé lo que sé/yo voy donde solo el solitario puede ir”.

                                                                                                                                Así de sencillo.

                                                                                                                                El mismo día en que el mundo, desde el confinamiento de la pandemia, reconocía que habían pasado a la velocidad del olvido cuarenta años desde la noche en que un delirante mató de cuatro balazos a John Lennon, Universal Music Publishing Group (UMPG) anunciaba a los cuatro vientos, y en medio del sonido metálico de una caja registradora, que había adquirido, por una cifra no revelada, 600 canciones del inescrutable Bob Dylan.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Nadie niega que la música, como las armas, o los carros eléctricos, es una industria. Antes, en la era de las glaciaciones cuando una canción sonaba en la radio o era un objeto concreto, un disco o un casete, el éxito se medía por la cantidad de “longplays” vendidos. Pero en los casos extraordinarios de Dylan, Lennon y sus otros tres secuaces de The Beatles, se convirtieron, además, en un referente cultural, en un antes y un después, en símbolos de una insurrección generacional. Eran la revolución en pasta, literalmente.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                Para ser justos, las grandes conmociones culturales de la llamada “década prodigiosa”, la heroica lucha por los derechos civiles, la búsqueda de otros mundos a través de las drogas psicodélicas como una forma de trascender la racionalidad mercantil, no pusieron contra las cuerdas al sistema, por lo menos en Estados Unidos. De una manera muy astuta, la industria del espectáculo convirtió esas expresiones radicales de inconformidad, en un “nicho”, en un mercado pulpo, en una cadena infinita de creación de objetos y símbolos convertidos en productos.

                                                                                                                                PUBLICIDAD

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                                                                                                                                Read more!

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                                                                                                                                En la era digital, el gran negocio de la música, además de su distribución a través de plataformas como Spotify, Apple Music, o Amazon Music, son los conciertos. La pandemia ha dejado en remojo esa industria de eventos multitudinarios. Y por eso, para seguir con Ingham, hay movimientos de cientos de millones de dólares que buscan comprar la producción de los mejores exponentes del rock y pop.

                                                                                                                                La revolución, pues, está a la venta. El mercado global, la digitalización de la vida y de la muerte, y, en el medio, la cotidianidad convertida en mínimos espectáculos gracias al vértigo de las redes sociales (para no hablar de la otra cara de la moneda: la manipulación y el engaño), han profundizado la sensación de que la crítica social, bien narrada, cantada o pintada, es al final un muy buen negocio.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                En el año en que Lennon fue asesinado, los punks trataban de ser la insurrección del arte a través de un rock visceral. Y en el Caribe, Bob Marley era ya una leyenda con su música y sus letras de liberación. The Clash o The Sex Pistols, dos bandas de culto de la era punk, con seguridad se deben estar cotizando muy bien y sus catálogos de canciones contestatarias deben ser jugosos activos financieros para Sony o Warner.

                                                                                                                                ¿Una paradoja? Tal vez. No todos la resistieron. El último en sucumbir a esa profunda contradicción fue Kurt Cobain, el líder de Nirvana. Jim Morrison (principio y fin de The Doors) fue un rebelde que prefirió aislarse del mundo del espectáculo, y morir alucinado.

                                                                                                                                No ad for you

                                                                                                                                Dylan, a pesar de todo, parece sentirse cómodo con su obra en manos de un gigante del entretenimiento. Los hechos y las contradicciones humanas que han inspirado su arte siguen ahí, vigentes, se niegan a desaparecer: las guerras, el racismo, la injusticia y, ahora, el intento autoritario en su propio suelo. Por lo tanto, al margen de la posibilidad real de que cualquiera de sus canciones termine en un creativo comercial de detergentes o de la nueva colección de Victoria´s Secret, su legado es poderoso, inspirador. En su último disco, hay una canción llamada Falso Profeta, en la que dice: “No soy un falso profeta/Yo sólo sé lo que sé/yo voy donde solo el solitario puede ir”.

                                                                                                                                Así de sencillo.

                                                                                                                                Ver todas las noticias
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