Era la pregunta más inquietante antes de que el general Eduardo Enrique Zapateiro Altamiranda abriera su boca: ¿Qué piensan los militares de un posible triunfo de Gustavo Petro?
Ya lo sabemos: la factible victoria del “forajido”, del “bandolero”, del “guerrillero” les molesta a fondo.
Eso significa que los cuarteles deliberan, lo cual no debe ser una sorpresa para nadie. En realidad, la ficción ha sido clara y bien aceitada por consecutivos gobiernos, desde el famoso discurso de Alberto Lleras Camargo sobre el supuesto carácter no deliberante de las Fuerzas Armadas.
Suele citarse a Lleras como gran prueba de que hubo un día en que el Ejército se mantuvo “neutral”, por fuera del debate político. Mentira. En el fragor de su misión constitucional de combatir a grupos armados al margen de la ley se convirtió en una fuerza anticomunista hasta la médula. Durante todo el Frente Nacional, tuvo la tarea de darle plomo a los últimos reductos de las cuadrillas de bandoleros, y después a esa cascada incontenible de frentes armados, las Farc (guerrilla campesina de autodefensa, al principio), el Eln (el foco guerrillero, el castrismo), el Epl (Mao, la gesta gloriosa, del campo a la ciudad), y el M-19 (el populismo en armas, en reacción a un fraude electoral).
Todo bajo la égida de la Alianza para el Progreso, el famoso plan Lazo, y de los consejos verbales de guerra, primer síntoma claro de la politización de las Fuerzas Armadas. Además, había un elemento que parece olvidado: el estado de sitio, a través del cual se legisló dentro de la lógica de la contrainsurgencia. Era un régimen de excepción que atacaba y criminalizaba la protesta social.
Hay que decirlo sin medias tintas: Colombia no vivió el oprobio de las dictaduras militares de los años setenta, porque su sistema, de hecho, cumplía a la perfección la tarea de aquellas satrapías, pero bajo la fachada democrática, de elecciones cada cuatro años. Y de sometimiento del poder militar al jefe supremo, el presidente de la República.
Eso suena muy bonito, pero es muy lejano a la realidad. Los militares no necesitaron de golpes de estado, porque ya tenían una parte importante del poder, es decir, impunidad y presupuesto para actuar sin mayores limitaciones en el campo de batalla. Sin embargo, hubo “ruidos de sables” en varios gobiernos – la lista no es exhaustiva: con Guillermo León Valencia, con Alfonso López Michelsen y con Belisario Betancur, quien al principio fue visto por el estamento militar como una especie de traidor. El proceso de paz de 1982, con dialogo nacional y amnistía general, fue una desagradable sorpresa para los generales, entre ellos el más locuaz y beligerante, Fernando Landazábal Reyes.
No he mencionado el elemento más perturbador de esta historia: el componente paramilitar, que entró a jugar parte esencial de la estrategia del enemigo interno —concepto importado de las dictaduras del Cono Sur, por la presidencia de Julio Cesar Turbay Ayala — y que tuvo en los militares a un aliado fundamental.
Por otra parte, también ha habido oficiales con gran entendimiento de las raíces del conflicto armado en Colombia. Ellos han apoyado la necesidad de construir una alternativa distinta a la violencia. No son las voces mayoritarias y, muchas veces, son silenciadas. La purga que hizo Iván Duque de generales que apoyaron el proceso de paz que se inició en el gobierno de Juan Manuel Santos es una muestra más de cómo el poder civil ha influido en la politización de las Fuerzas Armadas.
Que Zapateiro se haya metido de narices en la campaña presidencial, haya descalificado a Petro, y que semejante “atrevimiento” sea visto por algunos como una “ruptura institucional”, es en verdad más de lo mismo. Lo diferente ahora es que nunca la izquierda había estado tan cerca de conquistar el poder, y bajo el liderazgo de un exguerrillero que entregó los fierros en 1990.
Por lo tanto, los militares enfrentan una situación inédita: la posibilidad de someterse a las órdenes de alguien que no se parece en nada a aquellos comandantes supremos complacientes, que han permitido, por acción u omisión, las dañadas alianzas de uniformados corruptos con bandas criminales de extrema derecha y narcotraficantes.
Queda por consiguiente una gran preocupación: que las Fuerzas Armadas de verdad respeten y acaten lo que digan las urnas. Es una larga historia de más de cincuenta años de guerra contra un enemigo armado y también desarmado (la llamada periferia de la subversión), inspirada en una ideología contrainsurgente, que ha marcado a fondo la mentalidad castrense.
Por desgracia hay un sector del poder civil —empresarios, ganaderos, caciques políticos regionales, medios de comunicación— que busca crear descontento en los cuarteles. En ese contexto, es claro que las amenazas a Petro se hayan intensificado. Grotesco, además, que supuestos periodistas pidan pruebas al canto del posible atentado contra el líder del Pacto Histórico, como si no hubiera suficiente ilustración, en estos últimos treinta y cinco años, de cómo se aniquilan líderes y movimientos alternativos. Semejante despropósito los pone del lado, sin remedio, de esa cáfila de extremistas que se niegan a aceptar que el país cambió.
Era la pregunta más inquietante antes de que el general Eduardo Enrique Zapateiro Altamiranda abriera su boca: ¿Qué piensan los militares de un posible triunfo de Gustavo Petro?
Ya lo sabemos: la factible victoria del “forajido”, del “bandolero”, del “guerrillero” les molesta a fondo.
Eso significa que los cuarteles deliberan, lo cual no debe ser una sorpresa para nadie. En realidad, la ficción ha sido clara y bien aceitada por consecutivos gobiernos, desde el famoso discurso de Alberto Lleras Camargo sobre el supuesto carácter no deliberante de las Fuerzas Armadas.
Suele citarse a Lleras como gran prueba de que hubo un día en que el Ejército se mantuvo “neutral”, por fuera del debate político. Mentira. En el fragor de su misión constitucional de combatir a grupos armados al margen de la ley se convirtió en una fuerza anticomunista hasta la médula. Durante todo el Frente Nacional, tuvo la tarea de darle plomo a los últimos reductos de las cuadrillas de bandoleros, y después a esa cascada incontenible de frentes armados, las Farc (guerrilla campesina de autodefensa, al principio), el Eln (el foco guerrillero, el castrismo), el Epl (Mao, la gesta gloriosa, del campo a la ciudad), y el M-19 (el populismo en armas, en reacción a un fraude electoral).
Todo bajo la égida de la Alianza para el Progreso, el famoso plan Lazo, y de los consejos verbales de guerra, primer síntoma claro de la politización de las Fuerzas Armadas. Además, había un elemento que parece olvidado: el estado de sitio, a través del cual se legisló dentro de la lógica de la contrainsurgencia. Era un régimen de excepción que atacaba y criminalizaba la protesta social.
Hay que decirlo sin medias tintas: Colombia no vivió el oprobio de las dictaduras militares de los años setenta, porque su sistema, de hecho, cumplía a la perfección la tarea de aquellas satrapías, pero bajo la fachada democrática, de elecciones cada cuatro años. Y de sometimiento del poder militar al jefe supremo, el presidente de la República.
Eso suena muy bonito, pero es muy lejano a la realidad. Los militares no necesitaron de golpes de estado, porque ya tenían una parte importante del poder, es decir, impunidad y presupuesto para actuar sin mayores limitaciones en el campo de batalla. Sin embargo, hubo “ruidos de sables” en varios gobiernos – la lista no es exhaustiva: con Guillermo León Valencia, con Alfonso López Michelsen y con Belisario Betancur, quien al principio fue visto por el estamento militar como una especie de traidor. El proceso de paz de 1982, con dialogo nacional y amnistía general, fue una desagradable sorpresa para los generales, entre ellos el más locuaz y beligerante, Fernando Landazábal Reyes.
No he mencionado el elemento más perturbador de esta historia: el componente paramilitar, que entró a jugar parte esencial de la estrategia del enemigo interno —concepto importado de las dictaduras del Cono Sur, por la presidencia de Julio Cesar Turbay Ayala — y que tuvo en los militares a un aliado fundamental.
Por otra parte, también ha habido oficiales con gran entendimiento de las raíces del conflicto armado en Colombia. Ellos han apoyado la necesidad de construir una alternativa distinta a la violencia. No son las voces mayoritarias y, muchas veces, son silenciadas. La purga que hizo Iván Duque de generales que apoyaron el proceso de paz que se inició en el gobierno de Juan Manuel Santos es una muestra más de cómo el poder civil ha influido en la politización de las Fuerzas Armadas.
Que Zapateiro se haya metido de narices en la campaña presidencial, haya descalificado a Petro, y que semejante “atrevimiento” sea visto por algunos como una “ruptura institucional”, es en verdad más de lo mismo. Lo diferente ahora es que nunca la izquierda había estado tan cerca de conquistar el poder, y bajo el liderazgo de un exguerrillero que entregó los fierros en 1990.
Por lo tanto, los militares enfrentan una situación inédita: la posibilidad de someterse a las órdenes de alguien que no se parece en nada a aquellos comandantes supremos complacientes, que han permitido, por acción u omisión, las dañadas alianzas de uniformados corruptos con bandas criminales de extrema derecha y narcotraficantes.
Queda por consiguiente una gran preocupación: que las Fuerzas Armadas de verdad respeten y acaten lo que digan las urnas. Es una larga historia de más de cincuenta años de guerra contra un enemigo armado y también desarmado (la llamada periferia de la subversión), inspirada en una ideología contrainsurgente, que ha marcado a fondo la mentalidad castrense.
Por desgracia hay un sector del poder civil —empresarios, ganaderos, caciques políticos regionales, medios de comunicación— que busca crear descontento en los cuarteles. En ese contexto, es claro que las amenazas a Petro se hayan intensificado. Grotesco, además, que supuestos periodistas pidan pruebas al canto del posible atentado contra el líder del Pacto Histórico, como si no hubiera suficiente ilustración, en estos últimos treinta y cinco años, de cómo se aniquilan líderes y movimientos alternativos. Semejante despropósito los pone del lado, sin remedio, de esa cáfila de extremistas que se niegan a aceptar que el país cambió.