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Sugerí que entráramos en el cine. La sala de un cine es buen lugar para atenuar los síntomas de un disgusto. Te empeñaste en ver la nueva de Wim Wenders. Ya la había visto, pero me hice la loca. Pensándolo bien, no parece mala idea que nuestra conversación fuera un cuadro de locura estacional. Un corrientazo en las vértebras. Dijiste: “Se me acabaron las pendejadas”. También dijiste que el especialista habló de una disminución de esperanza de vida. Tu vida.
“¿Este tipo se va a pasar toda la película haciendo lo mismo?”. Estuve a punto de delatarme. Iba a decirte que debías prestar atención a los interludios. Quizá sea el propósito de Wenders. Transmitir esa experiencia de cotidianidad que se repite y se repite hasta que…
Me anticipé en silencio a las escenas que estaban por venir. Mirándote de reojo sin que te dieras cuenta, como si acabara de conocerte. El miedo a perder las cosas nos hace verlas distintas.
Creo que la rutina diaria de Hirayama, el personaje que interpreta Koji Yakusho en Perfect Days, debe mostrarse así, hasta que el espectador percibe el modo en que mira el cielo cuando abre la puerta de su casa cada mañana. Hasta que nos damos cuenta de cómo eleva la mirada en el parque para apreciar la luz filtrándose entre los árboles con la insolencia que solo el sol puede permitirse. ¿Cuánta vida cabe en un puñado de años? Tal vez depende de si somos capaces de entender la diferencia entre apreciar y ver.
Puedo imaginar que más de uno saldrá de esta sala desconcertado ante el hecho de que Wenders haya hecho una película tan ¿simple? Nos inquieta que nuestros días sean una sucesión de páginas disparadas por una fotocopiadora. Sin el éxito anunciado con el bombo de la orquesta de cámara. Sin la validación del público que aplaude en el ágora actual. ¿Y qué pasa con los interludios? ¿Si los apreciáramos más estaríamos menos obsesionados con la idea de una postal en la que todas las horas son perlas?
Pocas veces veremos a Hirayama de mal humor. La primera vez será cuando su compañero de trabajo le comunique que abandona el empleo, obligándolo a cubrir su turno mientras encuentran un reemplazo. Esa eventualidad compromete un tiempo en el que Hirayama es verdaderamente libre. Es una de sus grandes conquistas: ser dueño del tiempo en que sus manos no están al servicio de la limpieza de los baños públicos de Tokio.
Hirayama cree que Spotify es el nombre de una ubicación geográfica. Escucha música en cintas de casete y frecuenta una librería de segunda mano. Lee a Faulkner, a Patricia Highsmith y a una japonesa llamada Aya Koda. Como cualquier mortal, lo persiguen su sombra y sus viejos dolores. Tiene un pequeño invernadero con brotes de árboles. Lo primero que hace al amanecer es pulverizar sus hojas. Alimentarlos como si fueran recién nacidos en una sala de neonatos. Solo usa reloj los fines de semana. Come frugalmente. Se acuesta temprano y ama a una mujer en silencio.
Cuando te escuché decir: “Cuántos días como este me quedarán”, traté de quitarle peso al asunto diciendo que esa resta empieza para todos el día que nacemos. Tiene sus ventajas que en ese mismo instante empecemos a olvidarlo. Pero hay que reconocer que, de vez en cuando, pensar en la finitud de la vida hace que las minucias del presente adquieran un significado distinto. Claro que eso depende de la naturaleza del paseante. Hoy voy a elegir qué tipo de paseantes seremos. Y no me preguntarás cómo me siento porque ya lo sabes. Escucharemos otra vez esa canción con la que Nina Simone cierra la película de Wenders. Le pondremos el pecho a esta brisa y caminaremos por la avenida sintiendo la agridulce sensación de estar aquí, a pesar de todo, un día más.