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En sus años de reportera, Joan Didion tenía una lista de las cosas que debía llevar cuando se marchaba de viaje. La lista estaba pegada en la puerta de su clóset: dos faldas, dos jerseys, un suéter, dos pares de zapatos, medias, sostenes, bata de noche, pantuflas, cigarrillos y bourbon. También llevaba un neceser con cosméticos, una manta de lana, aspirinas, aceite para bebé y las herramientas propias de su oficio: máquina de escribir, bolígrafos y libretas. Si tuviera algo que agregar al eficaz método Didion, sería una selección de libros adecuados para llevar en el bolso de mano. Sé, por experiencia, que si los libros más ligeros han sido separados y colocados en una balda de la estantería, es menos probable que a última hora uno acabe cargando con un mastodonte de 1.200 páginas.
El ensayo sobre el amor propio (Self-respect: Its Source, Its Power) escrito por Joan Didion para la edición estadounidense de la revista Vogue en 1961 cabe en tres páginas. Puede parecer insuficiente, incluso para un trayecto corto. Hay que tener en cuenta que la potencia de su contenido nos da material para cavilar durante un viaje de 10 horas. Joan Didion empieza su ensayo recordando la muerte de su inocencia, un hecho que ocurrió cuando le negaron la entrada en la Sociedad Phi Beta Kappa. Ella tenía 19 años. Tenía un pelo precioso, la costumbre de anotarlo casi todo en un cuaderno y la franca certeza de que era una chica lista. La prueba de inteligencia Stanford-Binet la había dejado en muy buen lugar. Pero la Phi Beta Kappa, considerada como la sociedad académica de pregrado más prestigiosa de los Estados Unidos, se reservaba el derecho de admisión. La joven aspirante no estaba a la altura de sus exigencias. “La inocencia se termina cuando a uno le roban la ilusión de que se cae bien a sí mismo”. Joan Didion lo escribió con letras grandes en su cuaderno de notas.
No existe amor propio sin consciencia de uno mismo. Que los demás nos besen los pies no sirve de nada. No es lo que creen los otros: es lo que uno sabe. Hace mucho tiempo, cuando volvía a casa en un autobús conocido como “la guagua de los estudiantes”, a un grupo de jóvenes universitarios les pareció divertido burlarse del atuendo de un muchacho que subió al autobús cerca de la Universidad Autónoma de Santo Domingo. No tuvieron compasión. El relajo se convirtió en un espectáculo deplorable. Yo estaba con ese grupo. Y si bien no acompañé al coro de burlas, tampoco dije nada. A solas, en mi habitación, sentí vergüenza de mí misma, de mi silencio. Joan Didion dice en su ensayo que “existe la extendida superstición de que el amor propio es una especie de encantamiento contra las serpientes, algo que mantiene a quienes lo poseen encerrados en un edén inmaculado, lejos de las camas de los desconocidos, de las conversaciones ambivalentes y de los problemas en general. No es así en absoluto”. No estamos a salvo de traicionar la propia mente, de callar o de hablar de más cuando no toca, ni de asentir con la cabeza cuando tenemos un “no” estrellándose contra las paredes del estómago. Hace falta valor. Hace falta amor propio para reconocer que nos hemos equivocado, y para seguir sintiendo aprecio por nosotros mismos, aunque no siempre seamos tan buenos, ni tan inteligentes, ni tan guapos.