A esta hora la calle parece despertar de su letargo. Atraída por un griterío de niños que acompaña la tarde en su dorada despedida, me asomo a la ventana del estudio y pienso en algo que me contó la escritora y actriz Carmen Zeta. Estábamos desayunando en un restaurante de la Zona Colonial de Santo Domingo cuando empezó un aguacero de esos que rompen el cielo del Caribe. Entonces Carmen recordó una expresión que le escuchó decir a un niño en su natal Puerto Rico: “Mamá, ya escampó el sol, ¿puedo salir a jugar?”.
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A esta hora la calle parece despertar de su letargo. Atraída por un griterío de niños que acompaña la tarde en su dorada despedida, me asomo a la ventana del estudio y pienso en algo que me contó la escritora y actriz Carmen Zeta. Estábamos desayunando en un restaurante de la Zona Colonial de Santo Domingo cuando empezó un aguacero de esos que rompen el cielo del Caribe. Entonces Carmen recordó una expresión que le escuchó decir a un niño en su natal Puerto Rico: “Mamá, ya escampó el sol, ¿puedo salir a jugar?”.
Ese recuerdo de Carmen y el reperpero de la chiquillería que hay al otro lado de mi ventana me devuelven a un enamoramiento instantáneo que me sorprendió mientras paseaba por un pueblo del Pirineo catalán. Sucedió en un garaje atestado de corotos polvorientos del que salí encadenando estornudos y con un imprudente cargamento de libros y revistas. El hombre que atendía el local era un anciano que leía sentado en un sillón de barbero con un cuadre de sabio. Uno de los libros que elegí —el del flechazo— es la joya indiscutible de mi biblioteca ambulante. Me gusta leerlo en voz alta cuando vienen amigos de visita y llevarlo conmigo cuando viajo lejos.
La historia de este libro se remonta a la época en que Luis Díez Jiménez trabajaba como profesor de Ciencias Naturales en colegios del sur de España. Un día tuvo la idea de escribir en un cuaderno las respuestas más ocurrentes con las que sus alumnos llenaban los espacios en blanco de los exámenes. En 1956, ese cuaderno se convirtió en un folleto de 52 páginas que el mismo Díez Jiménez editó y distribuyó sin mayores expectativas. La fama del folleto, titulado Antología del disparate, demandó nuevas ediciones que viajaron por los pueblos de la península y atravesaron fronteras de tierra y mar. Mi ejemplar se editó en Barcelona en 1990. Sus páginas desprenden un olor que aspiro con un entusiasmo que podría resultar sospechoso. Es un compendio de incorrecciones que tiene verdaderos chispazos de genialidad y, aunque ustedes no lo crean, también exquisita poesía.
Si me permiten una recomendación: la mejor manera de leer Antología del disparate es tentando el azar. Veamos algunas preguntas y respuestas:
¿Cómo se alimentan las plantas sin clorofila? Se alimentan de oscuridad.
Mencione una característica de las aves. Los pies y los brazos de las aves se llaman alas.
¿Qué es la densidad? Es una cajita que sirve para recoger el agua de lluvia.
¿Qué es el oído interno? Es el que tiene más jaleo de todos.
Mencione un ejemplo de anfibio. La rana, que posee una hendidura cloacal por la cual lanza el típico sonido “cloac, cloac”.
No faltó quien presagiara el derrumbe del sistema educativo. Ni quienes vieran como causa de alarma nacional que los estudiantes recurrieran a semejantes respuestas en sus exámenes. Si mi visión es menos catastrófica, no es porque el libro estimule prolongados estados de risa o porque desestime la recompensa del conocimiento. Me parece fascinante que la mente de un niño pueda crear analogías inesperadas. Creo que renunciar prematuramente al ánimo de juego debería tratarse con la urgencia de una enfermedad.
Siento pena por las criaturas que se flagelan desde la infancia y hasta el final de sus días por no conocer todas las respuestas “correctas”. En cambio, me deslumbra la vocación lúdica del pensamiento imaginario. Esa suerte de aliciente poético es indispensable para aligerar la carga que cuelgan de nuestros hombros cuando apenas empezamos a balbucear. Entre la duda de si estaremos o no a la altura de las expectativas, de si seremos los primeros o los últimos de la ringlera, nos salva la maravilla del sol que escampa y el agua de lluvia que puede guardarse, como una fría lágrima de nube, en el interior de una cajita.