Resulta que fui con mi padre a la joyería de un viejo amigo suyo. Quería ajustar la pulsera de un reloj que su nuera le regaló por su cumpleaños. A veces siento el impulso de sostener su mano, como hacía él conmigo cuando era pequeña, pero enseguida me arrepiento. Después de su convalecencia del verano pasado, se resiste a que lo sigan tratando con ñoñería. Cuando llegamos a la altura del “tres plantas”, señaló la azotea del edificio y me preguntó: “¿Yo te conté lo que pasó ahí?”.
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Resulta que fui con mi padre a la joyería de un viejo amigo suyo. Quería ajustar la pulsera de un reloj que su nuera le regaló por su cumpleaños. A veces siento el impulso de sostener su mano, como hacía él conmigo cuando era pequeña, pero enseguida me arrepiento. Después de su convalecencia del verano pasado, se resiste a que lo sigan tratando con ñoñería. Cuando llegamos a la altura del “tres plantas”, señaló la azotea del edificio y me preguntó: “¿Yo te conté lo que pasó ahí?”.
Dicen que la voz es lo primero que olvidamos de los muertos. Un poema de Juliana Enciso, de su Diario de las dos veces, me recuerda que hay voces que no llegan a abandonarnos del todo. “Su ternura en capas de harina en una esquina de la 28 / la casa de Rojas Pinilla en la 37 / el Barrio Santafé y su León de Greiff sin demoler / Mi padre y su dedo de lluvia”.
Algunos lugares conservan la decadencia y el esplendor de otros años, como si nada hubiera cambiado aunque todo parezca distinto. Esa voz en off, que en el poema de Juliana alude al padre ausente, es el dedo de agua en la mano de un dios que va creando cada cosa que nombra.
La escena aparece en mi mente como una pintura de L. S. Lowry, solo que con los tintes rurales de un pueblo del Caribe a finales de los años 50. A las cuatro de la mañana, la avenida principal se desplegaba como un tapiz animado por las vendedoras de viandas y flores. La gente hablaba en susurros para no perturbar el sueño de quienes comenzaban su jornada más tarde. Aquí las empleadas domésticas que dejaban a sus hijos durmiendo en la cuna, allá los jardineros que llevaban sus colines atados a la cinturilla del pantalón, más allá, los burros somnolientos que habían aprendido el camino a Santo Domingo de memoria.
Aquel día, una ráfaga de disparos se adelantó al alba. Ubicado en la azotea del edificio –llamado “tres plantas” por ser el primero de tres pisos construido en el pueblo– un marino de la Armada disparó a matar. La gente gritaba mientras corría en todas direcciones, y en el interior de las casas se encendieron con urgencia las primeras luces. Entre las personas que no sobrevivieron al ataque estaba la joven Felisa. Ella y su mamá iban a la capital para recoger un vestido. Felisa era conocida por ser la voz principal del coro de la parroquia y por un peculiar mechón de pelo blanco que se extendía desde el borde de su frente hasta su nuca. La vieron desvanecerse en los brazos de su mamá con un pozo de sangre en el pecho y musitando una única palabra: Otilio.
Otilio estaba en el norte, trabajando en la construcción de una presa. Faltaba menos de una semana para la celebración de su casamiento con Felisa. No estaba dispuesto a aceptar la noticia del suceso como parte de su nueva realidad, así que en horas de la tarde llamó por teléfono a una emisora que transmitía para todo el país. La popular Radio Guarachita ofrecía un servicio de anuncios para sus oyentes durante las 24 horas del día. Otilio quería enviarle un mensaje a su novia, ya que cierta gente, sin ningún tipo de escrúpulos, se había dedicado a extender oscuros rumores sobre ella. “Sé que no es verdad, Felisa. ¿Tú me estás oyendo? ¿Me oyes, mi amor?”. Quería que supiera que ahora, más que nunca, deseaba terminar su trabajo en la presa para volver cuanto antes a su lado. La voz de Otilio se escuchaba como si tuviera la garganta atravesada por un puñado de púas.
La voz, esa oscilación efímera que nace en la garganta con la capacidad de acariciar o herir, emitiendo un sonido que a veces es canto y que otras veces es grito, ciertamente puede ser lo primero que olvidamos de aquellos que están ausentes pero, ¿no es también lo que más extrañamos?