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El otro día, cuando alguien se refirió a mí como “melómana”, levanté la ceja izquierda y viré la boca pa’ la derecha. Según el diccionario de la Real Academia Española, un melómano es un amante de la música. Sin embargo, esa idea tan extendida de que un melómano es, además, un experto en el tema, me hace observar con recelo, no la palabra, sino lo que se ha creado alrededor de ella.
Nunca he estudiado música. Una vez lo intenté con el piano. Mi profesora fue una voluntaria estadounidense que apenas chapurreaba el español. Puso todo su empeño en instruirme. Hasta que pude convencerla de que era una candidata a la santidad que perdería su derecho a la canonización por culpa mía.
Cuando escribo sobre los músicos que me gustan lo hago bajo el efecto narcótico que me provoca escucharlos. No siento la obligación moral de dar fe de su humanidad mostrando sus oscuridades. Ya hay gente de gran talento que se ocupa de eso. Como dijo Fran Lebowitz, ningún artista es tan querido como los músicos. Y la gente, su público, los quiere casi incondicionalmente. Porque nos dan eso que tanto nos gusta: una droga que no nos mata.
He pensado en esa adicción viendo las imágenes de un concierto. Cesaria Evora sostenía el micrófono como si fuera una espiga de hierba que recogió de camino al teatro Grand Rex. Llevaba el cuello y las muñecas adornadas con finos cordones de oro. Solía cantar sin zapatos. Hubo un tiempo en que los negros no podían caminar descalzos por la plaza mayor de su ciudad. Eran órdenes de los colonos portugueses. La mayoría de los habitantes de Cabo Verde no podía permitirse el lujo de vestir sus pies, así que tenían que evitar las aceras a toda costa. Como hacer lo que le daba la gana era algo que a Cesaria Evora se le daba realmente bien, ni en los escenarios más distinguidos la vieron cantar con zapatos. Sería conocida no solo por su buen nombre. Su venganza fue dulce y poética. La llamaban “la diva de los pies descalzos”. Esa noche estaba cantando Angola. El público de París seguía la melodía con un acompasado toque de palmas. Una sucesión de dos toques separados por una pausa breve. El cubano Julián Corrales se veía en el extremo izquierdo del escenario marcando unos pasitos. Cesaria Evora cantaba en portugués: “Ami nhos ca ta matá-me / ‘M bem cu hora pa’me ba nha camino”, y el coro respondía: “Angola Angola / Oi qu’povo sabe”. Al final de una repetición, Julián Corrales tomó el violín en sus manos. Cesaria Evora, que mantenía una actitud bastante templada sobre el escenario, se volteó a mirarlo con la cara atravesada por un rayo de fascinación. Mientras Julián Corrales se lucía con el violín, el toque de palmas del público era un oleaje que lo acunaba, meciéndolo de un lado a otro del auditorio. La intensidad fue declinando hasta evocar el arrullo de una nana, pero de pronto la ola volvió a remontar. Se oyeron vítores, silbidos, gritos. Julián Corrales era un dios que tenía la voluntad de toda esa gente en sus manos.
Ahora recuerdo el grito de Louis Armstrong que quedó inmortalizado en una fotografía que le tomó Haywood Magee. Durante un concierto, después de escuchar un solo del clarinetista Edmund Hall, Louis Armstrong se quedó parado en un pie, mirando al público y señalando al culpable con el pulgar, como si preguntara: “¿Acaban de ver lo que creo que acabo de ver? ¿De verdad lo ha hecho?”. Su perplejidad le abrió paso a una sonrisa gigante. Ya saben cómo sonreía el viejo Louis, con la expansión desmesurada de una boca cuyas comisuras por poco alcanzaban los lóbulos de sus orejas. Esa expresión de Louis Armstrong podría traducirse en palabras: Si alguien me dijera que he vagado por las calles de Nueva Orleans y navegado las aguas del Misisipi con la banda de Marable, que he pasado por los cabarés de Storyville y los clubes de Chicago y Nueva York para llegar hasta la vieja Europa y ver esto que mis ojos han visto, escuchar lo que mis oídos han escuchado y sentir lo que estoy sintiendo, declaro que ha valido la pena estar vivo y que, en este mismo instante, puedo morir en paz.
Estoy segura de que Louis Armstrong y Cesaria Evora compartieron escenario con músicos virtuosos en numerosas ocasiones. Pero, ¿quién escapa a la maravilla de la primera vez? Nunca tendremos suficiente de eso que tanto nos gusta. Siempre queremos más.