A mi amigo Karim Ganem Maloof
Cerca de las tres de la tarde, los sobrinos de Virginia Woolf encontraron un pájaro moribundo en el jardín. “¡Le haremos una tumba con hojas!”, se le escucha decir a uno de los niños. La ceremonia es oficiada por Angélica y su tía Virginia. La niña lleva unas alas de tela anudadas con cintas que le atraviesan el pecho. Está mudando los dientes de leche. No me queda claro si las alas son de ángel, de hada o de mariposa. Deja el cuerpo rígido del pájaro sobre una cama de hojas que va adornando con ramas que dispone con delicadeza. La ofrenda de Virginia es un manojo de rosas. Cinco rosas amarillas como cinco soles espléndidos. “¿Qué pasa cuando morimos?”, pregunta la niña. Virginia aparta la mirada un segundo y relaja la expresión del ceño que parece fruncido durante casi toda la película. No es un indicio de incomodidad. Es un signo de curiosidad apasionada. La presunción de que hay algo más profundo detrás de cada cosa que existe.
Cuando Virginia le dice a su sobrina que morimos para regresar al lugar de donde hemos venido, el rostro de la niña adquiere un gesto de duda. ¿De dónde ha venido? Ella no lo recuerda. Su tía tampoco. La niña se va a jugar con sus dos hermanos y Virginia termina la ceremonia sola. Apoya su cabeza contra la tierra y, así, tumbada junto a él, mira directamente los ojos abiertos del pájaro. Pequeños espejos que todavía retienen un minúsculo destello de la belleza del mundo.
“Ya entiendo por qué te gusta tanto esa película”. Lo dijiste en un mensaje de voz que me enviaste el primero de enero de este año. El audio llegó acompañado de una foto en la que capturaste la imagen de Virginia Woolf (Nicole Kidman) mirando los ojos del pájaro. Sabías que el funeral del tordo es mi escena favorita de Las horas. Yo no sabía cómo era un tordo. No sabía cómo era un mirlo. No sabía que son dos maneras de nombrar un mismo pájaro. Lo aprendí de ti el día que vimos uno a ras de suelo en un parque de Bogotá.
En tu primer mensaje del año también me decías: “¡Oye! Qué actuacionzota se jala Ed Harris. Estoy de acuerdo contigo. Me gustó tanto que estoy buscando más películas de él”. Sospeché que te ibas a quedar prendado de esa escena en la que Richard le dice a Clarissa: “Quería ser escritor, solo eso. Escribir acerca de todo, de todo lo que pasa en un momento. El aspecto de las flores mientras las llevabas entre tus brazos, de esta toalla, de su olor, de su textura, de nuestros sentimientos, de los tuyos y los míos. La historia que hay detrás de lo que habíamos sido. De todo lo que existe. De este mundo tan revesado, tan enrevesado y confuso”.
Te referías a nuestro chat como “la broma infinita”. La broma se puso pesada cuando tu voz dejó de aparecer con su acostumbrado: “¿Cómo te amanece?”. Acto seguido empezabas a sorbetear tu café como un taiwanés comiendo sopa. Y me echabas los cuentos del día o de la semana: un texto que pensabas escribir, una acuarela que pensabas pintar, un plato que querías cocinar o que habías cocinado, algo que viste o escuchaste. Necesito creer que nuestra broma se interrumpió temporalmente porque, una vez más, te fuiste de viaje a uno de esos lugares que tienen pésima cobertura, cientos de árboles, aire puro y cielos abiertos. No sé a dónde va el resto de la gente cuando muere pero, ¿puedes convencerme de que te fuiste a hacer eso que tanto te gusta? Dime que decidiste poner un poco de distancia entre tú y este mundo enrevesado y confuso. Dime que te fuiste a escribir sobre todo lo que existe, a ver pájaros. Convénceme de que se cumplió lo que tantas veces te dije que pasaría. Dime que te crecieron las alas.
A mi amigo Karim Ganem Maloof
Cerca de las tres de la tarde, los sobrinos de Virginia Woolf encontraron un pájaro moribundo en el jardín. “¡Le haremos una tumba con hojas!”, se le escucha decir a uno de los niños. La ceremonia es oficiada por Angélica y su tía Virginia. La niña lleva unas alas de tela anudadas con cintas que le atraviesan el pecho. Está mudando los dientes de leche. No me queda claro si las alas son de ángel, de hada o de mariposa. Deja el cuerpo rígido del pájaro sobre una cama de hojas que va adornando con ramas que dispone con delicadeza. La ofrenda de Virginia es un manojo de rosas. Cinco rosas amarillas como cinco soles espléndidos. “¿Qué pasa cuando morimos?”, pregunta la niña. Virginia aparta la mirada un segundo y relaja la expresión del ceño que parece fruncido durante casi toda la película. No es un indicio de incomodidad. Es un signo de curiosidad apasionada. La presunción de que hay algo más profundo detrás de cada cosa que existe.
Cuando Virginia le dice a su sobrina que morimos para regresar al lugar de donde hemos venido, el rostro de la niña adquiere un gesto de duda. ¿De dónde ha venido? Ella no lo recuerda. Su tía tampoco. La niña se va a jugar con sus dos hermanos y Virginia termina la ceremonia sola. Apoya su cabeza contra la tierra y, así, tumbada junto a él, mira directamente los ojos abiertos del pájaro. Pequeños espejos que todavía retienen un minúsculo destello de la belleza del mundo.
“Ya entiendo por qué te gusta tanto esa película”. Lo dijiste en un mensaje de voz que me enviaste el primero de enero de este año. El audio llegó acompañado de una foto en la que capturaste la imagen de Virginia Woolf (Nicole Kidman) mirando los ojos del pájaro. Sabías que el funeral del tordo es mi escena favorita de Las horas. Yo no sabía cómo era un tordo. No sabía cómo era un mirlo. No sabía que son dos maneras de nombrar un mismo pájaro. Lo aprendí de ti el día que vimos uno a ras de suelo en un parque de Bogotá.
En tu primer mensaje del año también me decías: “¡Oye! Qué actuacionzota se jala Ed Harris. Estoy de acuerdo contigo. Me gustó tanto que estoy buscando más películas de él”. Sospeché que te ibas a quedar prendado de esa escena en la que Richard le dice a Clarissa: “Quería ser escritor, solo eso. Escribir acerca de todo, de todo lo que pasa en un momento. El aspecto de las flores mientras las llevabas entre tus brazos, de esta toalla, de su olor, de su textura, de nuestros sentimientos, de los tuyos y los míos. La historia que hay detrás de lo que habíamos sido. De todo lo que existe. De este mundo tan revesado, tan enrevesado y confuso”.
Te referías a nuestro chat como “la broma infinita”. La broma se puso pesada cuando tu voz dejó de aparecer con su acostumbrado: “¿Cómo te amanece?”. Acto seguido empezabas a sorbetear tu café como un taiwanés comiendo sopa. Y me echabas los cuentos del día o de la semana: un texto que pensabas escribir, una acuarela que pensabas pintar, un plato que querías cocinar o que habías cocinado, algo que viste o escuchaste. Necesito creer que nuestra broma se interrumpió temporalmente porque, una vez más, te fuiste de viaje a uno de esos lugares que tienen pésima cobertura, cientos de árboles, aire puro y cielos abiertos. No sé a dónde va el resto de la gente cuando muere pero, ¿puedes convencerme de que te fuiste a hacer eso que tanto te gusta? Dime que decidiste poner un poco de distancia entre tú y este mundo enrevesado y confuso. Dime que te fuiste a escribir sobre todo lo que existe, a ver pájaros. Convénceme de que se cumplió lo que tantas veces te dije que pasaría. Dime que te crecieron las alas.