El encuentro fue en un pueblo medieval de Cataluña. En una casa señorial de diez habitaciones. Yo no era una ferviente seguidora de Clarice Lispector. No como ellas, que se reunían en esa casa para pasar un fin de semana hablando de “La Lispector”, leyendo sus libros y compartiendo aspectos de su vida bajo los efectos de una fiebre que parecía imparable. Para ellas, Lispector encarna algo simbólico y profundo, es la mujer que vino de otro planeta, la que hizo añicos el lenguaje para inventar su propio modo de decir las cosas, la que dijo, en sus últimas horas, que estaba muriendo de embriaguez de vida.
La lectura de los cuentos se hacía en la sala de la primera planta. Una habitación diáfana, con olor a jabón de Marsella, muebles vestidos de lino y una ventana con vistas a la plaza del pueblo. “Felicidad clandestina”, anunció la lectora de turno.
“Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No la aprovechaba mucho”.
¿Quién era esa horrible criatura del infierno? Era una niña que chupaba caramelos con voluntad vengativa. Con gran habilidad para hacer maldades. Capaz de martirizar a una lectora hambrienta con la promesa de un libro que no entregaba nunca. Lispector escribió “Felicidad clandestina” por un recuerdo de su infancia, inspirada en el descubrimiento de un conjuro que hizo temblar las calles que ella caminaba a saltos: un libro de Katherine Mansfield. “¡Ese libro soy yo!”, pensó Lispector. Y como esas cosas no se olvidan, saldó su deuda con Mansfield escribiendo un cuento magnífico.
Clarice Lispector escribía una columna semanal en el Jornal do Brasil. Impulsada por “Las chicas Lispector”, leí algo que dijo en una de sus columnas, algo que Juan Forn compartió con sus lectores de Página 12: “Estoy habituada a no considerar peligroso pensar. Pienso y no me impresiono. Pero no soy intelectual, ni racional. Eso es usar sobre todo la inteligencia, y yo no hago eso: lo que uso es la intuición, el instinto. Voy a ver una película y no entiendo, pero siento. ¿Voy a verla de vuelta? No, no quiero arriesgarme a entender y no sentir”. Fue como un fogonazo de lucidez súbita. El efecto Lispector en toda su grandeza.
Para Miguel Cossío Woodward, leer a Lispector es “desnudar su palabra, compartir una sensibilidad casi física y entrar en el cuerpo de una obra que vibra y chispea, algo así como hacer el amor”. Lispector provoca en sus seguidores lo que ella misma experimentó siendo una niña, tumbada en una hamaca, con un libro abierto en el regazo. Pero no se la imaginen como la protagonista de una postal costumbrista, como una niña con un libro, sin más. “Era una mujer con su amante”.
sorayda.peguero@gmail.com
El encuentro fue en un pueblo medieval de Cataluña. En una casa señorial de diez habitaciones. Yo no era una ferviente seguidora de Clarice Lispector. No como ellas, que se reunían en esa casa para pasar un fin de semana hablando de “La Lispector”, leyendo sus libros y compartiendo aspectos de su vida bajo los efectos de una fiebre que parecía imparable. Para ellas, Lispector encarna algo simbólico y profundo, es la mujer que vino de otro planeta, la que hizo añicos el lenguaje para inventar su propio modo de decir las cosas, la que dijo, en sus últimas horas, que estaba muriendo de embriaguez de vida.
La lectura de los cuentos se hacía en la sala de la primera planta. Una habitación diáfana, con olor a jabón de Marsella, muebles vestidos de lino y una ventana con vistas a la plaza del pueblo. “Felicidad clandestina”, anunció la lectora de turno.
“Ella era gorda, baja, pecosa y de pelo excesivamente crespo, medio pelirrojo. Tenía un busto enorme, mientras que todas nosotras todavía éramos planas. Como si no fuese suficiente, por encima del pecho se llenaba de caramelos los dos bolsillos de la blusa. Pero poseía lo que a cualquier niña devoradora de historias le habría gustado tener: un padre dueño de una librería. No la aprovechaba mucho”.
¿Quién era esa horrible criatura del infierno? Era una niña que chupaba caramelos con voluntad vengativa. Con gran habilidad para hacer maldades. Capaz de martirizar a una lectora hambrienta con la promesa de un libro que no entregaba nunca. Lispector escribió “Felicidad clandestina” por un recuerdo de su infancia, inspirada en el descubrimiento de un conjuro que hizo temblar las calles que ella caminaba a saltos: un libro de Katherine Mansfield. “¡Ese libro soy yo!”, pensó Lispector. Y como esas cosas no se olvidan, saldó su deuda con Mansfield escribiendo un cuento magnífico.
Clarice Lispector escribía una columna semanal en el Jornal do Brasil. Impulsada por “Las chicas Lispector”, leí algo que dijo en una de sus columnas, algo que Juan Forn compartió con sus lectores de Página 12: “Estoy habituada a no considerar peligroso pensar. Pienso y no me impresiono. Pero no soy intelectual, ni racional. Eso es usar sobre todo la inteligencia, y yo no hago eso: lo que uso es la intuición, el instinto. Voy a ver una película y no entiendo, pero siento. ¿Voy a verla de vuelta? No, no quiero arriesgarme a entender y no sentir”. Fue como un fogonazo de lucidez súbita. El efecto Lispector en toda su grandeza.
Para Miguel Cossío Woodward, leer a Lispector es “desnudar su palabra, compartir una sensibilidad casi física y entrar en el cuerpo de una obra que vibra y chispea, algo así como hacer el amor”. Lispector provoca en sus seguidores lo que ella misma experimentó siendo una niña, tumbada en una hamaca, con un libro abierto en el regazo. Pero no se la imaginen como la protagonista de una postal costumbrista, como una niña con un libro, sin más. “Era una mujer con su amante”.
sorayda.peguero@gmail.com