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Las flores de la acacia de Persia parecen vestidas para un ballet de Chaikovski. Míralas bien y dime si no te hacen pensar en vaporosas faldas de tul. Un día me dijiste que los que le hacen ojitos a la muerte se sienten tentados por estas fechas. Que la generosidad de la luz y el regreso de los pájaros no les sirven de mucho, porque resulta más evidente que seguirá ocurriendo año tras año tras año, aunque ya no estemos ni tú ni yo ni nadie que pueda dar cuenta del acontecimiento: todo lo que duerme en invierno nacerá otra vez. Dijiste que, así como nada detendrá la primavera, nada detendrá la desgarradora herida que te provoca estar en el mundo.
Las glicinias del Tevere florecieron esta madrugada. Ayer pasé por el lago y no avisté ninguna señal. Cuando era niña solía preguntarme cómo se producen semejantes milagros. ¿Si permanecía despierta podía verlo con mis propios ojos? ¿Ocurría lentamente o con la celeridad del batir de alas de un colibrí? Hubo un tiempo en que esa curiosidad podía arrebatarnos de los brazos de Morfeo. Lástima que nos dure tan poco. En realidad, no es que nos dure poco. Es que no somos conscientes de la dimensión que abarcan esos años. No hasta mucho tiempo después. Y es mejor así. Si pudiéramos comprenderlo del todo, la magia se esfumaría antes de lo previsto.
Renunciar al exceso de intelectualización nos sirve para conservar algún residuo de esa magia. De lo contrario, no existiría nadie despojado de sus prejuicios para hacer las preguntas importantes. Nadie que se atreva a interrogar una mariposa como lo hizo Juana de Ibarbourou: “¿Conoces muchos caminos? ¿Has visto algún trigal?”. Nadie que haga lo que hizo Julio Ramón Ribeyro al ver un caracol cruzando una autopista de París. Después de colocarlo sobre un pañuelo para llevarlo sano y salvo hasta la otra orilla, le preguntó: “¿A dónde querías ir?”.
Deberíamos recuperar el anhelante deseo de saber esas cosas. Nos proporcionan un área de actividad que manda los pensamientos oscuros a pasar un rato en el banquillo, que nos exige bajar la guardia, actuar como el niño que lanza la pelota al otro lado de la verja para descubrir qué hay en el patio de al lado. Fíjate en los cuentos. Las preguntas son las que abren las puertas a lo desconocido. Al hacer las preguntas adecuadas, la parte que no controlamos se ocupará del resto y entonces, solo entonces, la magia ocurre.
Hay que tener cuidado con la necesidad de que todas las respuestas contengan números que les confieran credibilidad. Es la primera señal de envejecimiento. Con razón Antoine de Saint-Exupéry dijo que los mayores están encantados con las cifras: “Cuando les hablas de un nuevo amigo jamás preguntan lo esencial: ¿Cómo es el timbre de su voz? ¿Cuáles son sus juegos preferidos?”. Prefieren preguntar por cosas como el sueldo, el peso o la edad.
La belleza de lo perecedero provoca efectos diferentes. Eso depende de cada temperamento. Los años y los daños también hacen lo suyo. ¿Por qué crees que acabamos tarareando una canción que maldice la primavera o coqueteando con los precipicios cuando florecen las glicinias? Hubo un tiempo en que los acontecimientos estacionales nos hacían saltar de la cama. ¿Te acuerdas? No había nada más emocionante y urgente que salir corriendo hacia la cantera de las más sabias preguntas.