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Llamé al quiosquero para preguntarle si ya tenía el suplemento dominical que le encargué. No recordaba mi nombre. Trataba de ubicarme en el mapa de su memoria visual. Pero parecía más empeñado en escoger la palabra “correcta” que en encontrar la revista. Desde que referirse a las personas afrodescendientes como “negras” se puso en la mira de la corrección política, hay quien prefiere usar palabras con las que aparentemente no corre ningún riesgo. Como si así se pudiera atenuar el impacto de un golpe. “Sí, te recuerdo. Claro que te recuerdo. Eres la chica de color, ¿verdad?”. ¿De color? Soy negra. Repita conmigo y verá que no se le cae un pedazo: ne-gra.
“No puedes negar que eres negra”, me dijo un conductor de carro público en mis años de universidad. Al dejarme delante del campus, pensó que era lenta de entendederas porque me costaba descifrar el mecanismo para abrir la puerta de un carro que debió fabricarse cuando mi abuela no había nacido. Su razonamiento relacionaba mi confusión con la melanina: “No puedes negar que eres negra”. ¿Negarlo? Ni siquiera se me había ocurrido.
Una tarde iba caminando por la Rambla de Barcelona y pasaba distraída por el tramo de las estatuas vivientes. Una estatua que llevaba un disfraz de árbol con pájaros y hadas de papel me voceó: “¡Morena, ven acá!”. Me provocó gran conmoción que una voz con acento parecido al mío saliera del tronco de un árbol. Por razones evidentes, a simple vista no podía adivinar su origen. Pero, ¡ay!, cuando abrimos la boca no hay chapa y pintura que valga. En mi país, “negra” puede ser un apelativo cariñoso. Pero también puede expresar menosprecio. “Morena” es una de las variantes más usadas para suavizar el golpe. Por un momento pensé en voltearme a mirar. En cambio seguí mi camino, como si la cosa no fuera conmigo. Entonces la estatua viviente se molestó: “Y de qué e que tú priva, ¿de tu color?”. No quise dejar su inquietud sin respuesta: “¡Cómo lo sabes!”.
Creo que “mono” es el término más empleado para intentar ofender a los negros. En el colegio tenía un compañero de clase que me decía “mona”. Al periodista André Leon Talley, como a cientos de conocidos y anónimos, le pasaba igual. El mismo día de su muerte soñé con él. Su capa de terciopelo púrpura llegaba hasta el suelo. André Leon Talley estaba sentado en el centro de una carroza exhibiendo sus ademanes de refinado monarca. Era una carroza colorida, elevada sobre una tarima cubierta de flores y luces intermitentes. Se iba abriendo paso entre la multitud. Él le lanzaba besos como si fueran collares del Mardi Gras. Un espontáneo le gritó desde un extremo de la calle: “¡Queen Kong!”. André le sonrío sin interrumpir su bulliciosa entrada a un nuevo reino. Entonces levantó una mano en la que cuatro dedos se ocultaron para que se luciera erguido el que llaman “corazón”. Se dirigió con serenidad a uno de sus pajes y le dijo: “Chéri: tráeme una banana”. Imagino la cara del muchacho que me molestaba en el colegio si yo hubiera hecho lo mismo. Sin duda, tenía mucho que aprender.
La intención está en el tono. La palabra “negro”, que no es despectiva en sí misma, no dejará de usarse como dardo si no logramos despojarnos de los estigmas y las falsedades que la vistieron de vergüenza. La razón por la que algunos la usan para ofender tiene su raíz en el pasado. Por mucho tiempo ha estado encerrada en un espinoso círculo de degradación. Negro: primitivo. Negro: sucio. Negro: inferior. Negro: violento. Negro: promiscuo. Negro: ignorante. Un pensamiento del filósofo Erich Fromm puede aproximarnos a esta idea: “En los casos en que un grupo domina a otro, debe preocuparse de que la autoimagen de los dominados se mantenga deprimida, de modo que no ocurra ninguna rebelión”. La rebelión fue inevitable y exitosa. Pero no hay batalla más dura que aquella que se libra contra la sombra de un fantasma.