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Cuando te haces mayor empiezas a pensar que una parte de tu vida pertenece a un tiempo extinguido. Vuelves a pensarlo cuando ciertas costumbres que ponías en práctica hace un puñado de años encajan perfectamente en una serie de época. En una escena de La reina Carlota: Una historia de Los Bridgerton, Lady Danbury aparece con un vestido negro que cumple con las exigencias de su reciente y feliz viudez. Le anuncia a su doncella que va a pasear.
—¿A pasear, mi Lady? ¿Pero a dónde?
—Solo a pasear.
—¿Qué? ¿Cómo una vagabunda o como una poeta? No, no puedo permitirlo. Tengo que acompañarla.
Lady Danbury se sale con la suya. Durante su paseo en soledad, se sienta debajo de un cobertizo, en una pequeña cabaña, se quita los zapatos y se masajea los pies. En ese momento llega Lord Ledger, un noble inglés que ella conoce. Entre los dos surge un intercambio de opiniones sobre la diferencia entre pasear y deambular. A Lord Ledger le gusta más el término deambular porque le parece más pintoresco que insensato. Lady Danbury, por su parte, prefiere la palabra pasear. “¿Por qué?”, le pregunta Lord Ledger. “Porque me siento insensata”.
Nosotras lo llamábamos pasear. Los domingos por la tarde nos poníamos los vestidos confeccionados con telas de ingeniosos nombres que la modista del pueblo nos hacía a medida. Con nuestros vaporosos trajecitos de cebolla y arroz con coco, salíamos a pasear de la mano de mami. Lo hacíamos sin acordar un rumbo. Caminábamos por las aceras, saludando a los que disfrutaban de la tarde en las galerías de sus casas y deteniéndonos de vez en cuando para conversar sobre temas de actualidad local con otros paseantes conocidos. Luego regresábamos a la casa, nos quitábamos los zapatos y seguíamos vestidas de domingo hasta la hora de dormir.
Ambos términos, pasear y deambular, pueden interpretarse como un signo de sospecha. En nuestra cultura, el valor del tiempo está determinado por la productividad, además, una buena parte de nuestros deseos está orientada al consumo. Si no existe un propósito que justifique la acción, el paseante es interrogado igual o peor que si estuviera cometiendo una fechoría. ¿A dónde vas? ¿Por qué? ¿Para qué?
Las avenidas comerciales de la ciudad son un hervidero de gente que finge pasear mientras coquetea con los escaparates. Los lugares más propicios para deambular están apartados de los perímetros dominados por la oferta y la demanda. Pueden reconocerse a simple vista porque poseen un terreno fértil para el asombro. Deambular es perderse, algo que hacen los poetas, los locos y, tal vez, algunos escritores. Hay algo lúdico en ese vocablo de raíz latina que significa pasear, andar sin rumbo, salirse de los límites. El arte se ha beneficiado enormemente de quienes han descubierto que ningún esfuerzo mental tiene el efecto sereno que concede deambular al final de una tarde.
Aquella vez, antes de despedirse de Lady Danbury, el honorable Lord Ledger le propuso que deambularan juntos todos los días. Lady Danbury –no lo olviden: viuda reciente con deseos de libertad– transgredió las normas de la alta sociedad londinense del siglo XVIII aceptando la invitación. El día de su segundo encuentro, cambió sus elegantes zapatos por unas botas. Le preguntó a Lord Ledger cómo era el asunto. ¿Sólo se trata de poner una pierna delante de la otra una y otra vez? “No es sólo eso. También miro, veo cosas. Liebres blancas, corsos con su gris invernal, campanillas floreciendo, murmullos de los estorninos anidando. (…) Si pasea a menudo por aquí, la vista lo captura todo a la vez. Lo que está y lo que no está. Lo que se ha ido no se ha ido del todo”. Aquí es donde Lord Ledger suelta la frase más brillante del diálogo: “Las bostas de caballo no requieren visión. Siempre están ahí”. En esas palabras está el núcleo de su argumento: deambular es un acto de resistencia contra todas las formas en que la realidad nos recuerda que la bosta seguirá ahí.