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Uno de mis primeros actos de rebelión contra la autoridad fue escribirle a la profesora de quinto que no iba a permitir, bajo ningún concepto, que le diera un reglazo más a Sobeida. Éramos las únicas compañeras de curso con nombres que a veces parecían intercambiables. Pero ella era más grande que yo. Decía, con una risa estruendosa que le salía de las entrañas, que no avanzaba en la escuela porque era muy bruta.
Había que ver a Sobeida bailando “zúmbale” en el patio. Dándole hasta abajo como si el mundo se fuera a acabar mañana. Creo que la profesora de quinto la detestaba por esa razón, porque Sobeida bailaba como si llevara una fiesta metida en el cuerpo. Decía Isaac Bashevis Singer que la mayoría de las desgracias de este mundo son el resultado del miedo a la alegría. Afortunadamente, lo que a unos les sirve para destruir, puede ser usado por otros para crear.
Mi querida Julia Díaz Santa le hizo una entrevista a Henry Fiol. El músico neoyorquino le contó, entre otras perlas, que un día vio a unas niñas dominicanas jugando en la calle de un vecindario de Manhattan. Las niñas acompasaban la coreografía de sus manos con la letra de una canción que decía: “Ay, nena, no te compare, que tiene un cuerpo que ya tú sabe, que tumba esquina, que tumba calle, que todo el mundo te dice…”. Después de verlas jugar, Fiol estuvo tarareando la letra hasta que encontró una melodía que lo animó a grabarla. La canción se llama Zúmbale y está incluida en su disco Creativo, publicado por el sello Palacio Rodven en 1991.
Recuerdo dos versiones de ese juego. Una incluía baile, canto y toque de palmas. La otra combinaba canto y coreografía de manos. Para la versión bailable, las niñas se organizaban formando una ronda. Las participantes bailaban por turnos, colocándose en el centro del círculo mientras las demás entonaban canciones como La negra cubana o el Zúmbale que inspiró a Fiol. El origen de las rondas se remonta a actividades lúdicas y rituales religiosos practicados por diferentes grupos étnicos desde hace miles de años. Una amiga que trabaja como profesora de educación primaria en un colegio de Santo Domingo, me dijo que las rondas y otros juegos que necesitan una presencia activa, están siendo sepultados por la mole implacable de las pantallas. En mis tiempos, cuando se extendieron rumores de que ciertas alumnas de mi escuela atentaban contra la moral ejecutando “escandalosos” movimientos de cintura en los juegos de ronda, se trasladaron a los rincones del patio que estaban más alejados de la vigilancia.
El catálogo de castigos tenía varias ofertas. Escribir “soy desobediente” doscientas veces en un cuaderno, pasar el recreo encerrada en el salón de clases o, en peores circunstancias y dependiendo de la profesora de turno, recibir una tanda de reglazos. Así es como las niñas llegaban a entender que sus expresiones de alegría eran controladas por los censores de la moral. De modo que la escuela primaria podía considerarse un ensayo de lo que vendría después. Con anuencia institucional y ciudadana, nos esperaba el incremento de las exigencias y la sofisticación de las sanciones. El sistema de espionaje que se aplicaría a varias facetas de nuestras vidas –la manera de vestir, reír, bailar– apenas empezaba a mostrar sus dientes.
Ignoro si la culpa fue del chachachá o del fantasma de Trujillo, pero en algunos colegios y escuelas públicas había profesores con criterios de enseñanza que parecían sacados de un manual del buen fascista. La profesora de quinto imponía su mandato infligiendo miedo. Avivaba la llama de la rivalidad entre sus alumnos estableciendo una clara diferencia entre los “buenos” y los “mediocres”, introducía frases dañinas en sus mentes: “no aprendo porque soy bruta”, y solía usar el viejo truco de la comparación para enaltecer a unos y descalificar a los otros. El día que la vi descargando toda su furia sobre Sobeida, golpeándola con una regla de pino que usaba a modo de batuta, deseé que el viento se la llevara por donde la había traído.
Esa vez no tuve miedo de expresar mi indignación porque era hija de una maestra, un detalle que me concedía el privilegio de recibir castigos llevaderos, nada que un alma joven e idealista no pudiera soportar. Si quería, en un arrebato de franca inspiración, podía subirme a un pupitre, pronunciar un discurso exaltado y promover una consigna que animara a mis ilustres camaradas de las alegres rondas: ¡Bailad, niñas! ¡Bailad!