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Es de conocimiento público que al prestar un libro subrayado estamos mostrando a los otros una parte de nuestra intimidad. Las líneas que trazamos para resaltar los pasajes que más nos gustan constituyen un lazo de unión entre el libro y nosotros, como las cicatrices reconocibles en el cuerpo de un amante. Hay quienes prefieren no subrayar sus libros para no irrespetar su integridad. El día que le dije a Camilo que estaba escribiendo sobre esto, me respondió con un mensaje: “¿Estás escribiendo sobre el sacrilegio de subrayar libros, cuando tienes stickers y puedes hacer apuntes en una agenda? ¿De ese sacrilegio?”. Su tono pasó de horrorizado a didáctico: “Sorayda, los libros no se subrayan. Hay unos stickers que pones donde quieres recordar una cita. Si no puedes controlar tu impulso de rayar, rayas el sticker, y ya está”.
Es una opinión respetable, pero la dimensión de mi vínculo con un libro queda reflejada en las marcas que dejo en él. Si tuviera que presentar un alegato ante un tribunal, me ampararía en la sabiduría de Umberto Eco: “Por amor a un hermoso libro estamos dispuestos a cualquier bajeza”.
Antes de decidirme por la variedad de tonos azules de los lápices Alpino, subrayaba mis libros –considerando algunas excepciones– con rotuladores fluorescentes. Una insensatez de la que me arrepiento a diario. Alguna vez he pensado en sustituir los libros que subrayé con esos marcadores durante un brote adolescente que se prolongó por más tiempo del aconsejable. Valorando la posibilidad de enmendar mi falta, me di cuenta de lo que iba a costar el plan de renovación y no me quedó más remedio que cargar con la culpa.
He contemplado el uso de esos stickers que le gustan a mi amigo y que prefiero llamar “pestañas”. Acudo a ellas solo cuando se trata de libros antiguos, de fotografía, pintura o álbumes ilustrados. Dejé de usarlas con los demás porque comprobé que en cada caso mi experiencia es distinta. El trazo con el lápiz hace que mi atención se detenga en cada una de las palabras que subrayo, un gesto que favorece que el fragmento, o una buena parte de él, quede grabado en mi memoria como si yo misma lo hubiera escrito. Aunque es bien cierto que con el paso de los años no logro recodarlo íntegramente, localizo con facilidad las páginas marcadas con los trazos azules. El uso de las pestañas se parece más a viajar en un tren rápido. Las pestañas son señalizaciones que me indican el nombre de un pueblo por el que pasé alguna vez. Puede ser que al pasar haya visto algo que llamó mi atención, pero la intensidad de la emoción primera no permanece tan viva en mis recuerdos. Si no hay cicatriz, es como si nunca hubiera existido una herida.
¿Subrayar libros es un acto de vandalismo literario o un síntoma de bibliofilia? En una conferencia de 1991, Umberto Eco dijo que la bibliofilia es una manifestación del amor por los libros. Habló de los diferentes tipos de bibliófilos, entre ellos, los que leen con rotulador en mano: “Al amante de la lectura, o al estudioso, le encanta subrayar los libros contemporáneos, entre otras cosas porque, a distancia de años, un determinado tipo de subrayado, una señal en el margen, una variación entre rotulador negro y rotulador rojo, le recuerdan una experiencia de lectura”.
Otros sacrílegos confesos fueron Julio Cortázar, William Blake, Alejandra Pizarnik y George Steiner. Además de practicar el arte del subrayado, todos escribían notas en los márgenes de sus libros. El bueno de Cortázar no se conformaba con marcar sus pasajes predilectos, también señalaba sus desacuerdos con los autores, discutía con ellos a punta de lápiz y no les perdonaba ni un solo despiste. En la primera página de Paradiso, la novela de Lezama Lima, anotó: “¿Por qué tantas erratas, Lezama?”.
Escogí un libro de las estanterías para fotografiar una página con un fragmento subrayado. Después de ver la foto, Camilo podría cumplir su advertencia de “rasgarse las ropas de coraje”. Es un ejemplar de la Editorial Sudamericana que se imprimió en Buenos Aires en 1946, Fruto extraño, de Lillian Smith. Recuerdo vagamente la cara del viejo librero que me lo vendió en Barcelona. La historia que cuenta la novela se me presenta fragmentada. Pero en una de sus páginas encontré el rastro de nuestras horas compartidas: “Y los muchachos blancos silbaban suavemente cuando ella caminaba por la calle y decían palabras sucias y se frotaban la boca con el dorso de la mano, porque Nonnie Anderson, con su suave cabello negro rozándole el rostro y esos ojos negros puestos en una cara que por derecho divino debía pertenecer a una muchacha blanca, era algo que había que mirar dos veces”. Pude ver a la encantadora Nonnie Anderson cruzando las vías del ferrocarril, regresando de ese lugar en el que estuvo esperando que volviera a invocarla.
La indignación de Camilo se puso de manifiesto otra vez: “¡Y en colores! Hágame el favor. ¿Por qué no le dibujas al lado un arbolito, o un sol amarillo?”.
Creo que si recordara que a partir de cierta edad releer todos los libros que nos gustan es humanamente imposible, la práctica de subrayar le parecería menos descabellada. Es tan corta la vida. Ese podría ser el lema de los sacrílegos confesos: subrayamos para saber dónde hay que mirar dos veces.