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Nadie había mencionado las manos. Dijeron que una foto del plano frontal se usaría para ilustrar un texto que escribí. Cuando la editora dijo: “Muéstrame tus manos”, reaccioné con recelo. ¿Mis manos? ¿Para qué necesitaba ver mis manos? Dijo que quería fotografiarlas porque le parecían hermosas. ¿Hermosas? ¿Mis manos? Acepté a regañadientes y no volví a pensar en el asunto. Un año más tarde, después de un conversatorio en una feria, una mujer del público se despidió de mí diciendo que le gustaba cómo movía las manos al hablar. “Las mueves como pájaros”.
En ambas ocasiones tuve una reacción emocional activada desde la memoria. Mi cerebro, y concretamente esa pequeña parte del cerebro que se llama la amígdala, podría estar confrontando los elogios que recibía con un hecho del pasado que me insinuaba que no era merecedora de ellos. Empecé a seguir la línea de puntos.
No era una niña pequeña, pero sé que era muy joven. Una mujer varios años mayor tomó mis manos entre las suyas, las acercó a su cara y dijo: “Parecen serpientes”. Me quedé horrorizada. Esa vez también reaccioné ante la inquietante revelación de un recuerdo: la cabeza de Medusa. En un tiempo no muy remoto, me había encontrado con el personaje mitológico en las páginas de un libro. Una única imagen bastó para que se quedara grabada en mi mente. El libro no era mío. De lo contrario, no me hubiera faltado valor ni espanto para deshacerme de él.
¿Qué hizo la pobre Medusa para merecer esto? Existen varias versiones de la historia, entre ellas la de Ovidio, que cuenta que Neptuno la violó en un santuario de Minerva. Al enterarse, Minerva se llenó de odio y vengó la profanación de su santuario convirtiendo la cabellera de Medusa en serpientes. Que mis manos fueran feas no me parecía grave. Lo verdaderamente trágico era su supuesto parecido con esos reptiles. Es algo que me pasa desde que era niña. No puedo ver más de dos serpientes juntas ni en dibujos.
La lista de cosas que me hubiera gustado saber antes de cumplir los 20 incluye las palabras de Joan Didion que dicen que el amor propio no tiene nada que ver con la opinión de los demás. Se trata de un hábito mental que exige disciplina. Por eso resulta más fácil decirlo que llevarlo a la práctica. Para sentar las bases de esa clase de amor, y del conocimiento que conduce hasta él, hay que prescindir de la mirada de los otros y empezar por el principio: mirando pa adentro.
Contemplé mis manos de largos dedos y nudillos un poco más gruesos de lo que cabe esperar en unas manos finas. Las venas mostrándose sin discreción, trepando por los tendones como lianas en un dosel arbóreo. En las palmas, la línea de puntos empieza a desviarse por una ruta distinta, hacia un estado de serena gratitud.
Estoy en una isla del Caribe que no es la mía. Esta noche se celebró un espectáculo poético en el sentido más amplio de la palabra que se pueda imaginar. En la playa había un coro de mujeres negras cantando góspel en lengua criolla. Un hombre silbando a través de un caracol. Un joven saliendo del mar a lomos de un caballo. Detrás de él, en una pequeña barca que se acercó a la orilla guiada por una lumbre, apareció una mujer entonando un arrullo con una criatura en brazos. No fue un sueño. Estoy aquí, en gran medida, gracias a mis manos. Emisarias de mi pensamiento que atienden mi necesidad de trasladar lo que veo a una página. Estoy aquí porque escribí un puñado de historias que llegaron a este lugar antes que yo. Cuando eso ocurre, mis manos no reptan por el suelo, vuelan como pájaros.