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Lo llamo El libro rojo de los remedios. En sus páginas hay recetas de infusiones y caldos que han sido elaborados por mujeres de diferentes generaciones y que han sobrevivido al tiempo gracias a la transmisión oral. Temiendo que pudieran perderse en algún tramo de su viaje, me dediqué a escribir las preparaciones y los usos recomendados por las sabias. El otro día, mientras hojeaba sus páginas, encontré el recorte de un periódico, una columna que el escritor Manuel Vicent publicó en el diario El País tras la muerte de su hijo.
Puedo recordar el momento exacto en que hice una foto de ese recorte. Quería enviársela a una amiga que había recibido el mismo golpe que sacudió la vida de Vicent. “Después de esto no puede pasarme nada peor”, me repetía al otro lado del teléfono. La imposibilidad de mitigar semejante pena me dejó sin palabras, pero no renuncié a la idea de intentarlo. Nuestra necesidad de ofrecer consuelo nos lleva a tomar acciones desesperadas, amorosas y torpes. La distancia no me permitió hacer lo que mi madre y la madre de mi madre harían en un caso como este: un remedio para reconfortar el alma y, lo que es más importante, un digno acto de presencia. Con el tiempo he creado mi propia fórmula. La entrego personalmente siempre que es posible, servida en una botella de vidrio, con un retazo de tela que cubre la tapa y una nota manuscrita. Si alguien lo ha hecho antes por ti, es probable que llegues a apreciar el significado de esos pequeños gestos.
¿A dónde iríamos sin los portadores de lámparas que se colocan delante del camino cuando se apagan todas las luces? Y no amanece nunca. Y dentro no deja de llover. Y no hay música, ni danza, ni flores que consigan alegrar lo que queda latiendo en medio de un reguero de escombros. ¿Qué sería de nosotros si alguien no lo intentara? No me sorprende que la columna de Vicent haya encontrado su espacio natural en El libro rojo de los remedios. Me conmueve que un artista, desde su propio dolor, pueda conectar con el dolor de los otros. Creo que el sentido del arte es intentar reducir la cuota de sufrimiento que a todos nos será dado. ¿Cuántas veces decimos que las palabras no alcanzan? Y, sin embargo, seguimos aferrándonos a ellas, a las dichosas palabras, que son heraldos de la memoria y que nos permiten nombrar aquello que la muerte y el tiempo no podrán adueñarse.
La muerte se llevó al primogénito de mi amiga sin hacer ruido. Del mismo modo que lo hizo más tarde con el hijo de Vicent: “Llegó la muerte sigilosamente de madrugada y con una certera puñalada se llevó al ser que más queríamos. Qué artera ha sido la muerte, que en vez de dármela a mí eligió solo herirme en ese punto que más me podía doler. Nunca hay suficientes lágrimas a la hora de enterrar a un hijo. Ningún dolor puede ser tan profundo”. En medio de su desgarro, Vicent también lo intentaba. Decía que la silueta de su hijo acabaría confundiéndose con la hojarasca de otoño, que sería arrastrada por el viento, que se iría alejando su voz y también su risa, pero que él, su papá, podría ejercer su legítimo derecho a recordar los alegres días en que solía decirle: “Buen viaje, Mauri. Llámame en cuanto llegues a La Habana”.