Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Planear su propia fiesta siempre le había parecido un acto de extrema vanidad. Pero este cumpleaños no sería como los anteriores. Tabita se sumergió en un vértigo de preparativos. Alquiló una finca situada en los terrenos de una antigua plantación y contrató los servicios de un cocinero peruano. Los manojos de azucenas que trajeron del mercado antes del amanecer, las lamparitas de aceite y las sillas vestidas con fundas de muselina blanca, le devolvieron a la casa su trasnochado esplendor colonial. Tabita decía que entre los invitados solo estarían sus afectos más íntimos. Eso fue antes de que la lista se llenara de inexplicables ramificaciones. El día de la celebración, mientras descansaba en un banco del jardín, una mujer bajita se abrió paso entre la hierba con unas sandalias anudadas en los tobillos, la saludó y le hizo algunas preguntas sobre su atuendo: “¿Qué significan esos pájaros?”.
Todo empezó con un juego de memoria que su papá le regaló cuando estuvo ingresada en el hospital. Las madrugadas que no podía dormir, Tabita le pedía a una enfermera que le alcanzara la caja donde guardaba las fichas. Eran fichas ilustradas con imágenes de pájaros. El juego consistía en colocar el macho y la hembra de cada uno con la pareja que le corresponde. Así aprendió que el macho del ánade real tiene el pico amarillo y una capucha verde que le abriga la cabeza y el cuello. Su aspecto es más llamativo que el de la hembra, que tiene una pincelada azul en ambos costados del plumaje gris. En cuanto al mirlo, el asunto es de fácil resolución. La hembra lleva un humilde traje de color marrón empolvado, en cambio su compañero parece recién salido de un pozo de relumbrante alquitrán.
Una noche, viendo las fichas de los pájaros colocadas sobre la sábana que cubría sus piernas, Tabita se sintió seducida por una imagen: si la enfermedad le daba un respiro, se mandaría a bordar una falda con un arrendajo azul, un herrerillo, un Martín pescador, un colibrí de garganta roja, un mirlo común y la magnífica ave del paraíso.
La mujer se lo preguntó con la sonrisa socarrona que adoptan los perversos y los falsos: “¿De dónde sacaste esa falda?”. En ocasiones puntuales, con menor o mayor grado de consciencia, todos podemos ser perversos. Pero los perversos de su categoría siguen un patrón bien establecido en la dinámica de sus relaciones. No muestran ningún indicio de arrepentimiento. Son persistentes y se comportan como el sapo de la fábula: niegan, ridiculizan o engullen cualquier atisbo de luz que provenga de la víctima que han elegido.
Tabita había hecho diferentes interpretaciones de los ataques sutiles, y no tan sutiles, que recibió de aquella mujer durante años. De la confusión y el desconcierto que le provocaron los comentarios ponzoñosos que le dedicaba al principio de su amistad –cuando coincidieron en la Facultad de Derecho–, pasó a sentir algo parecido a la compasión. Del aprecio apenas quedaba un residuo. A veces sentía rabia contra sí misma, sobre todo cuando pensaba que su indulgencia la convertía en cómplice, porque un vínculo enfermizo no puede sostenerse solo con dos manos. Se preguntaba en qué clase de amistad una de las partes debe empequeñecerse para no herir los sentimientos de la otra, o peor aún, para no provocar sus celos.
El quiebre de un vínculo es algo que sucede antes de que podamos nombrarlo. En algunos casos nos permitimos el melodrama de unas palabras finales, en otros, escenificamos una retirada discreta, el lento adiós de quien abandona la habitación sin hacer ruido. Tabita hizo una aspiración profunda. Se quedó mirando a su invitada en silencio. No dijo nada de su historia con los pájaros. Ni siquiera le contó lo de su enfermedad. Tampoco la hubiera llamado para hablarle de un anhelo o de un logro importante. Al parecer entendía, con una claridad que no se le reveló hasta entonces, que elegir con desdén a quién invitas a tu fiesta no es la mejor manera de celebrar la dicha de estar vivos.