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Había partículas de polvo gravitando en el destello de luz que entraba por la ventana. Viejas lámparas, herbarios de flores silvestres, baúles llenos de ropa. Y muchos, muchos libros. Los libros que la abuela compró en otra época para las clases de Ciencias Naturales de su hija permanecían guardados en el altillo de la casa. Esos libros cautivaron al joven Vladimir, que una mañana salió de la habitación exhibiendo el orgullo de un oficial condecorado. Las manos llenas con la Natural History of British Butterflies and Moths, Butterflies of New England y las láminas de insectos de Maria Sibylla Merian.
La incomprensión es el primer enemigo público de las grandes pasiones. “¿Tienes que llevarte ese cazamariposas? ¿No te parece que estás fastidiando a todo el mundo?”. Lo que Vladimir Nabokov no entendía, lo que le parecía absolutamente pasmoso, es que las personas corrientes se fijaran tan poco en las mariposas. Él no podía dejar de pensar en ellas: “Si mi primera mirada de la mañana buscaba el sol, mi primer pensamiento estaba dedicado a las mariposas que éste engendraría”.
Una noche de verano de 1913, Nabokov recibió la visita inesperada de un amigo. El muchacho hizo un recorrido de 40 kilómetros solo para verlo. Viajó en bicicleta hasta la casa de campo que la familia tenía en las afueras de San Petersburgo. El brazalete de tela negra que llevaba alrededor del brazo indicaba el luto reciente por la muerte de su padre. Los dos amigos se fueron a dormir con la promesa de que la mañana siguiente planearían las actividades de los próximos días. Al despertar, el muchacho comprobó que Nabokov no estaba en la casa. Miró en la cocina y salió al patio seguido por un perro. Nadie lo había visto. El gran ausente saltó por la ventana con un potecito de veneno en el bolsillo y el cazamariposas apoyado en el hombro. A esas horas iba de camino al bosque con la mirada nublada por un llanto incontrolable. Sintiendo asco y vergüenza de sí mismo, preguntándose cómo podría explicarle a su amigo el motivo de su ausencia.
Como otros niños, yo también cazaba mariposas, pero mis persecuciones carecían de un interés científico que les otorgara algún mérito. Le debía mi única instrucción a la página que el Pequeño Larousse Ilustrado les dedicaba a los lepidópteros. Nabokov se perdía por esos montes de Dios con su manual de culto, The Butterflies of the British Isles, pronunciaba la palabra lepidopterología sin que se le enredara la lengua y con el tiempo llenaría varias vitrinas con mariposas que más tarde llegarían a los expositores de algunos museos. Si las cosas se ponían difíciles, porque una víctima escurridiza desafiaba su terquedad, no dudaba en echar mano de agentes tan letales como el éter.
Mis métodos no eran nada sofisticados. En el patio, frente a la mata de coralillo, el brazo se adelantaba al cuerpo con un movimiento cauto, procurando la justa presión del pulgar y el índice para sujetar las alas traseras. El placer efímero de retener una mariposa en la palma de la mano, ese cosquilleo provocado por su aleteo suave y nervioso, era la mayor de mis dichas. Siempre las dejé marchar. Contemplaba los restos de polvo escarchado que la fugitiva dejaba en mis dedos. Aspiraba su olor. Me pintaba los párpados.
El atuendo elegido por Nabokov para cazar mariposas experimentó algunos cambios en las diferentes estaciones de su vida. “He cazado mariposas en diversos climas y con diversos disfraces: como guapo niño con pantalones cortos y gorra de marinero; como larguirucho expatriado cosmopolita con pantalones anchos de franela y boina; como gordo anciano de calzón corto y cabeza descubierta”. Nabokov eludió los peligros de identificarse con esos seres corrientes que, inexplicablemente, nunca se fijan en las mariposas.
*Apreciados lectores: les propongo que volvamos a encontrarnos el próximo año. Les deseo a todos y a todas unas muy felices fiestas.