A José Alberto Martínez, Betto, mi querido compañero de página.
El techo de su estudio tenía un espacio desconchado. Alrededor del cráter de yeso, Betto colocó un pelotón de soldaditos en posición de combate. Cuando me percaté del asalto militar puesto del revés sobre nuestras cabezas, lo miré a él. Miré otra vez el techo. Lo miré a él una vez más y sonreí. Betto también sonrió. Ahora sé que esa manera de enmendar lo que ha sido dañado era el rasgo más notable de su personalidad.
El humor elegante y el chiste insustancial están separados por un margen estrecho. Mientras que el primero concentra sus esfuerzos en quitarle kilos de carga a la realidad —una labor que requiere dosis adecuadas de inteligencia, ternura y compasión—, el segundo puede ser despiadado y caer en la burla fácil. Una vez le dije a Betto que pocos caricaturistas cultivan una elegancia sostenida en el tiempo como lo había hecho él. Sospecho que esa lealtad a ciertos modos de hacer debía ser otra de sus mañas.
A Betto le encantaba el blues. Tocaba la armónica en un grupo y vestía siempre de negro, con sus redondas gafas de acetato y una boina parisina. También le gustaba bucear. Me contó que cuando visitaba la isla de San Andrés procuraba hospedarse en el mismo sitio, un hotel en el que descubrió las vistas de otra isla del archipiélago que pintó en cada uno de sus viajes.
Seguramente sabía que el don de los creadores es la observación y que el único modo de no malbaratarlo es regresando, una y otra vez, al objeto que despierta su inquietud. Con más empeño que suerte, su interpretación de ese objeto puede transformarse en algo que si bien no consigue salvarnos de todos los horrores que rodean la existencia, nos devuelve el lado más luminoso de la vida.
La última vez que nos vimos, Betto dispuso sus acuarelas de la isla de Johnny Cay sobre su mesa de dibujo. Después me asignó la difícil tarea de escoger una. Yo contemplaba los trazos verdes, blancos y azules bajo la luz de un foco. Atenta a cualquier pálpito que pudiera señalarme la deseada. Contenta de recibir la belleza inmutable de un paisaje como no hay otro en el mundo. Una isla cautiva por la insistencia de sus ojos.
Cuánto se puede extrañar una sonrisa amplia. Una nobleza singular. Una melancolía no resuelta y el armónico sonido de la música preferida. Cuánto se puede extrañar la instantánea en blanco y negro acompañada de su saludo sabatino: “Feliz amanecer, querida compañera de página”. No podemos expresar la nostalgia en valores cuantificables. Por eso se inventó el blues.
Quisiera escribirte un blues, mi querido compañero de página. Me atreví a consultar a algunos amigos instruidos. Sus apuntes me sugieren versos de tres líneas donde la segunda línea repite la primera. Cuatro tiempos. Doce compases. Tres acordes. Me vuelvo un lío. Pero supongo que la aproximación a la teoría me hará poner un pie en el camino de la acción. Y que conste que he dicho “un pie”. Aunque no llegue a concretar la pieza, sé que apreciarás con humor mi ingenua terquedad.
Mientras escribo estas líneas, en sucesivas ondas que envuelven el cuarto, suena “Bird’s Lament”, la chacona que Moondog le dedicó a Charlie Parker cuando partió. Si dejo de aporrear el teclado un instante, me pierdo en la música de Moondog, en porqués que jamás encontrarán respuesta, en una isla anclada en el mar de las Antillas. Divino regalo de tus manos.
A José Alberto Martínez, Betto, mi querido compañero de página.
El techo de su estudio tenía un espacio desconchado. Alrededor del cráter de yeso, Betto colocó un pelotón de soldaditos en posición de combate. Cuando me percaté del asalto militar puesto del revés sobre nuestras cabezas, lo miré a él. Miré otra vez el techo. Lo miré a él una vez más y sonreí. Betto también sonrió. Ahora sé que esa manera de enmendar lo que ha sido dañado era el rasgo más notable de su personalidad.
El humor elegante y el chiste insustancial están separados por un margen estrecho. Mientras que el primero concentra sus esfuerzos en quitarle kilos de carga a la realidad —una labor que requiere dosis adecuadas de inteligencia, ternura y compasión—, el segundo puede ser despiadado y caer en la burla fácil. Una vez le dije a Betto que pocos caricaturistas cultivan una elegancia sostenida en el tiempo como lo había hecho él. Sospecho que esa lealtad a ciertos modos de hacer debía ser otra de sus mañas.
A Betto le encantaba el blues. Tocaba la armónica en un grupo y vestía siempre de negro, con sus redondas gafas de acetato y una boina parisina. También le gustaba bucear. Me contó que cuando visitaba la isla de San Andrés procuraba hospedarse en el mismo sitio, un hotel en el que descubrió las vistas de otra isla del archipiélago que pintó en cada uno de sus viajes.
Seguramente sabía que el don de los creadores es la observación y que el único modo de no malbaratarlo es regresando, una y otra vez, al objeto que despierta su inquietud. Con más empeño que suerte, su interpretación de ese objeto puede transformarse en algo que si bien no consigue salvarnos de todos los horrores que rodean la existencia, nos devuelve el lado más luminoso de la vida.
La última vez que nos vimos, Betto dispuso sus acuarelas de la isla de Johnny Cay sobre su mesa de dibujo. Después me asignó la difícil tarea de escoger una. Yo contemplaba los trazos verdes, blancos y azules bajo la luz de un foco. Atenta a cualquier pálpito que pudiera señalarme la deseada. Contenta de recibir la belleza inmutable de un paisaje como no hay otro en el mundo. Una isla cautiva por la insistencia de sus ojos.
Cuánto se puede extrañar una sonrisa amplia. Una nobleza singular. Una melancolía no resuelta y el armónico sonido de la música preferida. Cuánto se puede extrañar la instantánea en blanco y negro acompañada de su saludo sabatino: “Feliz amanecer, querida compañera de página”. No podemos expresar la nostalgia en valores cuantificables. Por eso se inventó el blues.
Quisiera escribirte un blues, mi querido compañero de página. Me atreví a consultar a algunos amigos instruidos. Sus apuntes me sugieren versos de tres líneas donde la segunda línea repite la primera. Cuatro tiempos. Doce compases. Tres acordes. Me vuelvo un lío. Pero supongo que la aproximación a la teoría me hará poner un pie en el camino de la acción. Y que conste que he dicho “un pie”. Aunque no llegue a concretar la pieza, sé que apreciarás con humor mi ingenua terquedad.
Mientras escribo estas líneas, en sucesivas ondas que envuelven el cuarto, suena “Bird’s Lament”, la chacona que Moondog le dedicó a Charlie Parker cuando partió. Si dejo de aporrear el teclado un instante, me pierdo en la música de Moondog, en porqués que jamás encontrarán respuesta, en una isla anclada en el mar de las Antillas. Divino regalo de tus manos.