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El paquete llega al 46th Street Theatre sin una nota. En el remitente dice que lo envían desde Utopia Parkway. Está envuelto con papel de estraza y reforzado en los contornos con varias capas de cinta adhesiva. Como aún faltan 30 minutos para que Audrey Hepburn termine su actuación en la obra Ondine, alguien lo colocó en un taburete de su camerino. Después de rasgar el papel con la punta de una tijera, la actriz se deshizo del envoltorio con ansiedad, pero lo que hay en el interior la deja un poco confusa. “¿Qué demonios es eso?”, le pregunta Dolly, la asistente que acaba de atravesar la puerta con un ramo de rosas amarillas.
La imagen de un búho, recortada y pegada sobre un soporte rígido, posa en el interior de una caja de madera. En el fondo de la caja se ve proyectada la silueta del búho; detrás, un recorte con la torre de un castillo que tiene árboles alrededor. También hay trozos de corteza de árbol y, al pie del búho, un par de esponjas marinas. En el extremo superior izquierdo de la composición, hay una araña de aspecto tan real que podría estar disecada. El reverso de la caja tiene una etiqueta que dice: “Para Ondine. Verano de 1954”. Audrey Hepburn recoge el envoltorio que dejó caer al suelo y lee la dirección con lentitud: 3708 Utopia Parkway.
El domicilio de Joseph Cornell está en esa calle de Queens. Es una casa de madera con patio trasero. Cornell se pasa las tardes en el sótano, construyendo los artefactos popularmente conocidos como “las cajas de Joseph Cornell”. Algunas noches abandona el sótano y se sienta a trabajar en la mesa de la cocina, cerca de una ventana desde la que puede ver el cielo. La bóveda celeste le gusta tanto como las aves, un poema de Dickinson o de Valéry, una pieza de Debussy, una pintura de Juan Gris o una pompa de jabón que se eleva hasta el techo como si buscara el calor de una lámpara. Sale muy poco. No se aventura más allá de las tiendas de antigüedades, los teatros y algunas salas de exposiciones que despiertan su interés creativo. Pasa la mayor parte de su vida con su mamá y un hermano tetrapléjico al que adora. Es el eterno enamorado de ciertas bailarinas y divas del cine, esos seres que parecen etéreos, casi inalcanzables. Su madre le advierte: “¡No tienes que tocar a las mujeres, Joseph! ¡Las mujeres son inmundas! Tienen sífilis y gonorrea”.
Joseph Cornell no era un desconocido para la escena artística estadounidense. En 1932, cuando Julien Levy organizó la primera exposición surrealista presentada en su galería de arte de Nueva York, incluyó a Cornell en el catálogo. Ese mismo año –también en la galería de Levy– se inauguró su primera muestra individual. Seis años más tarde, André Breton y Paul Eluard lo invitaron a la Exposición Internacional del Surrealismo que ambos presentaron en París. Su obra llegó al Museo de Arte Moderno de Nueva York en 1945, curiosamente, con una pieza inspirada en Fanny Cerrito, la bailarina italiana que, en 1843, había representado el papel de Ondine en un teatro de Londres. La obra por la que Cornell mostraba un afecto notable, cuenta la historia del amor imposible entre la bella Ondine, un espíritu del agua, y un caballero llamado Hans.
Cornell era un introvertido de formación autodidacta. Su fascinación por el collage derivó en una exploración de posibilidades infinitas. Las películas que creaba con fotogramas reciclados son un reflejo de lo que tenía en la mesa de su taller: recortes de figuras aladas, cachivaches, fotos antiguas, recuerdos de infancia y elementos representativos del cosmos. Cubría la parte frontal de sus cajas con piezas de cristal que les daban ese aspecto de escaparate en miniatura. Cornell podía transformar los objetos más ordinarios en fragmentos de un universo provocador. La simbología y la variedad del lenguaje que usaba en sus composiciones desafían nuestra capacidad de apreciar lo que algunos denominan “raro”. Otros lo llaman poesía.
El paquete regresó a Utopia Parkway esa misma noche. Antes de irse a cenar con Mel Ferrer, su futuro esposo y compañero de cartel en la obra, la joven Hepburn pidió que devolvieran el búho. “Es un símbolo de buena suerte para las actrices”, le dijo Cornell al mensajero antes de cerrar la puerta.
