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Cuando el marido de doña Tulia aceptó un contrato para trabajar en Venezuela, ella decidió que en ese viaje se iban los dos o no se iba ninguno. Muchas familias se distanciaron durante los años 70 por la migración que impulsaba la fiebre del oro negro. Doña Tulia no pretendía quedarse parada delante de una ventana, mirando el ir y venir de los barcos en el muelle. Pocos meses después de su llegada a Caracas, por recomendación de una tía, empezó a trabajar para la familia Lobato.
La gran brega no era limpiar todas las estanterías, las de abajo y las que no se alcanzaban sin escalera. Lo peor era que el señor Lobato inspeccionaba la tarea encaramando las cejas por encima del periódico, carraspeando al menor ruidito que escuchaba. “Si tenía tanta ñoñería con su biblioteca, ¿por qué no la limpiaba él?”. Los refunfuños de doña Tulia lo hacían sonreír. Cada rato, cuando el señor Lobato insistía en una idea que parecía del todo improbable, doña Tulia volvía a repetirle que tenía mucho oficio, poco tiempo y ninguna intención de acabar metida en un manicomio.
Su reticencia a dejarse tentar por las lecturas que el señor Lobato le ofrecía estaba basada en su desconocimiento de palabras sospechosas y embrollos que no tenían nada que ver con las cosas que le resultaban familiares. Además, el señor Lobato debía saber que los escritores no hacían libros pensando en gente como ella. No veía por qué tendría que hacerles el favor de romperse los sesos tratando de comprender sus historias. De todos modos, el señor Lobato se empeñaba en encontrar ese libro. Lo buscaba como si fuera un remedio. Lo buscaba para ella. Un librito pequeño, uno que tenía un pez, limones y un rábano en su mata.
La única condición que puso Pablo Neruda cuando le propusieron colaborar con el periódico El Nacional, en Caracas, fue que sus poemas aparecieran en las páginas de crónicas y no en el suplemento literario. Neruda se deleitaba en la escritura semanal de sus historias sobre detalles de aparente intrascendencia: “(…) De las cosas, de los oficios, de las gentes, de las frutas, de las flores, de la vida, de mi visión, de la lucha, en fin, de todo lo que podía englobar de nuevo en un vasto impulso cíclico mi creación”. Así nacieron Las odas, sus poemas publicados en El Nacional a partir de 1952. Luego aparecieron reunidos en un libro, Odas elementales, el primero de cuatro tomos.
Alguien debió decirle a doña Tulia que para recitar poesía se tiene que adoptar la actitud solemne de los peloteros cantando el himno. Hay que ver lo seria que se pone. Con la mirada fija en un punto impreciso que parece sostener los hilos de su concentración. De aquellos poemas de Neruda publicados en El Nacional, aprendió a recitar algunos versos. “Oda a la cebolla”, “Oda al tomate”, “Oda al mar”, “Oda a la sencillez”, “Oda al pan”: “(…) El pan de cada boca, de cada hombre, / En cada día llegará porque fuimos / a sembrarlo y a hacerlo. / No para un hombre sino para todos. / El pan, el pan para todos los pueblos. / Y con él lo que tiene forma y sabor de pan repartiremos: la tierra, la belleza, el amor”. Al señor Lobato le salió bien la jugada. Doña Tulia es como el pez del cuento que dijo que, en vez de morir por la boca, el anzuelo del pescador le había regalado otra vida.
Algunos dicen que el talento que se pone al alcance de las masas está condenado a degradarse. He leído versos de Emily Dickinson en una caja de té. Leí una crónica que José Saramago escribió para su columna en un periódico: tres renglones de prosa exquisita. Maya Angelou fue criticada por escribir poemas para una popular marca de tarjetas de felicitaciones. Si le hacían preguntas al respecto, zanjaba el asunto diciendo que quería que su trabajo fuera leído por personas que no compran libros. Sharon Olds dijo recientemente que cuando empuja el carrito en el supermercado piensa en cuánto le gustaría que hubiera poemas en la línea de caja. “De ser así, colocaría poemas míos que pudieran entenderse sin título”. Creo que nosotros, las masas, los ordinarios seres que caminamos bajo el cielo y que compramos en el supermercado, merecemos el acto revolucionario que simboliza esa provocación.