“La crisis económica”, explicó un funcionario público, afectó en un “sentido de contracción todos los sectores de la riqueza y del trabajo nacional”. “Esencialmente”, el “reajuste” afectó a la población de menores ingresos que “vive del salario”. El funcionario hizo énfasis en que uno de los puntos claves de la recesión era la manera como esta afectó desigualmente a la población. “La clase que es poseedora de los medios ha sufrido en sus utilidades, afectándose en sus negocios”, dijo. “Sin embargo, en una gran mayoría los dueños del capital no se han visto privados del bienestar que les es habitual, viéndose apenas en el caso imprevisto y transitorio de moderar en soportable proporción el consumo que más se relaciona con el lujo que con las necesidades fundamentales de la vida individual y familiar”. Por otro lado, añadió, el coletazo de la crisis “agredió los intereses vitales” de los trabajadores que realizan funciones “esenciales de las sociedades”. “Afectado el salario”, concluyó, “la clase que vive de este se resiente en su existencia misma, y cuando el efecto crítico no es simplemente el de disminución, sino el de falta de salario por carencia de trabajo, y se cumple en extensión considerable de la población asalariada, el fenómeno asume naturaleza de desastre social y emocionantes caracteres de drama humano”. Ante tal asimetría, la solución tiene que pasar por reglamentar la manera en que quienes tienen mucho gasten y produzcan más ganancias. Es decir, por la regulación de, entre otras cosas, las condiciones de trabajo.
Uno podría pensar, dada su vigencia (esta semana el Banco Mundial informó que Colombia tiene una de las tasas de persistencia de desigualdad más altas entre una generación y la siguiente), que estas declaraciones son recientes. Pero no son de 2021 ni 2020, sino de 1930. La crisis era la de 1929 y el funcionario era el entonces jefe de la Oficina Nacional del Trabajo, José Combariza. Bajo su mando la Oficina creó las “Juntas de protección de los sin trabajo”, coordinó esfuerzos nacionales para formalizar el trabajo rural y dignificar la vivienda obrera e intervino a favor de los trabajadores en disputas laborales tanto con los dueños de fábricas como con los de haciendas. Combariza instó al equipo bajo su mando a privilegiar la justicia y ser imparciales “con las élites locales”. Pese a haber ejercido durante una época de conservadurismo cerrado, no tuvo reparos en repetir que de la crisis económica solo se salía con trabajo digno y que no habría mejor mañana sin una redistribución de la tierra cultivable.
Hoy asistimos a un espectáculo distinto. Entre ministros, asesores y otros contratistas se respira un aire quizá de cinismo. Pues se asume que a la recuperación del empleo tras las grandes pérdidas legado de la pandemia se transitará sin mayores sobresaltos, sin una discusión a fondo sobre la desigualdad. A diferencia de Combariza, no hay quien diga lo que es obvio. No hay quien se muestre avergonzado o preocupado por el “desastre social” que se vive día a día. Nos informan en cambio que aunque el desempleo va cayendo, la recuperación económica se acerca.
No obstante, al evadir las preguntas sobre la desigualdad (y las condiciones dignas de trabajo) se le echa tierra inevitablemente a la continuidad de ciertas injusticias. Los empleos que se han generado con la reactivación económica están en sectores económicos donde predomina la informalidad laboral. En la ciudad, que es en donde hay más trabajo, el 47,5 % de los habitantes están en la informalidad. Algunas ciudades tienen números más altos. En Santa Marta, por ejemplo, la informalidad llegó al 62,9 %. Lo que quiere decir que, de cada 100 personas que trabajan en la ciudad, 62 lo hacen de manera informal y muchos no tienen prestaciones ni podrán aspirar a una pensión.
“La crisis económica”, explicó un funcionario público, afectó en un “sentido de contracción todos los sectores de la riqueza y del trabajo nacional”. “Esencialmente”, el “reajuste” afectó a la población de menores ingresos que “vive del salario”. El funcionario hizo énfasis en que uno de los puntos claves de la recesión era la manera como esta afectó desigualmente a la población. “La clase que es poseedora de los medios ha sufrido en sus utilidades, afectándose en sus negocios”, dijo. “Sin embargo, en una gran mayoría los dueños del capital no se han visto privados del bienestar que les es habitual, viéndose apenas en el caso imprevisto y transitorio de moderar en soportable proporción el consumo que más se relaciona con el lujo que con las necesidades fundamentales de la vida individual y familiar”. Por otro lado, añadió, el coletazo de la crisis “agredió los intereses vitales” de los trabajadores que realizan funciones “esenciales de las sociedades”. “Afectado el salario”, concluyó, “la clase que vive de este se resiente en su existencia misma, y cuando el efecto crítico no es simplemente el de disminución, sino el de falta de salario por carencia de trabajo, y se cumple en extensión considerable de la población asalariada, el fenómeno asume naturaleza de desastre social y emocionantes caracteres de drama humano”. Ante tal asimetría, la solución tiene que pasar por reglamentar la manera en que quienes tienen mucho gasten y produzcan más ganancias. Es decir, por la regulación de, entre otras cosas, las condiciones de trabajo.
Uno podría pensar, dada su vigencia (esta semana el Banco Mundial informó que Colombia tiene una de las tasas de persistencia de desigualdad más altas entre una generación y la siguiente), que estas declaraciones son recientes. Pero no son de 2021 ni 2020, sino de 1930. La crisis era la de 1929 y el funcionario era el entonces jefe de la Oficina Nacional del Trabajo, José Combariza. Bajo su mando la Oficina creó las “Juntas de protección de los sin trabajo”, coordinó esfuerzos nacionales para formalizar el trabajo rural y dignificar la vivienda obrera e intervino a favor de los trabajadores en disputas laborales tanto con los dueños de fábricas como con los de haciendas. Combariza instó al equipo bajo su mando a privilegiar la justicia y ser imparciales “con las élites locales”. Pese a haber ejercido durante una época de conservadurismo cerrado, no tuvo reparos en repetir que de la crisis económica solo se salía con trabajo digno y que no habría mejor mañana sin una redistribución de la tierra cultivable.
Hoy asistimos a un espectáculo distinto. Entre ministros, asesores y otros contratistas se respira un aire quizá de cinismo. Pues se asume que a la recuperación del empleo tras las grandes pérdidas legado de la pandemia se transitará sin mayores sobresaltos, sin una discusión a fondo sobre la desigualdad. A diferencia de Combariza, no hay quien diga lo que es obvio. No hay quien se muestre avergonzado o preocupado por el “desastre social” que se vive día a día. Nos informan en cambio que aunque el desempleo va cayendo, la recuperación económica se acerca.
No obstante, al evadir las preguntas sobre la desigualdad (y las condiciones dignas de trabajo) se le echa tierra inevitablemente a la continuidad de ciertas injusticias. Los empleos que se han generado con la reactivación económica están en sectores económicos donde predomina la informalidad laboral. En la ciudad, que es en donde hay más trabajo, el 47,5 % de los habitantes están en la informalidad. Algunas ciudades tienen números más altos. En Santa Marta, por ejemplo, la informalidad llegó al 62,9 %. Lo que quiere decir que, de cada 100 personas que trabajan en la ciudad, 62 lo hacen de manera informal y muchos no tienen prestaciones ni podrán aspirar a una pensión.