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En 1830 se llevó a cabo la causa penal contra Juan José, un hombre trabajador, jornalero, enjuiciado por “haberse herido a sí mismo”. El proceso castigó al culpable con cárcel. En 1823 Vicente, otro jornalero, fue condenado a tres meses por intento de suicidio. Casi 50 años antes tuvo lugar un juicio similar, tras la intentona de suicidio de un indígena llamado Toribio. Los archivos de la Policía albergan acusaciones de “tentativa de suicidio” ocurridas a finales del siglo XIX . En algunos de los juicios se consideraba la posibilidad de condenar a estos hombres a castigos físicos. O con la muerte. Esto, pues solo el Estado del rey de España o la república de Colombia podían disponer de la vida o la salud de hombres que eran pobres. Hasta tan lejos se puede trazar esta tradición.
Después de la Guerra de los Mil Días, ya en 1928, un joven Alfonso López Pumarejo se quejaba de la represión con que el Estado eliminaba a los trabajadores jóvenes disconformes, “con el pretexto de impedir que sean difundidas en Colombia las ideas fundamentales del bolcheviquismo”. Al analizar la violencia que se extendió desde el asesinato de Jorge Eliécer Gaitán hasta el inicio del Frente Nacional, el profesor Paul Oquist habla también de represión. Argumentando un derrumbe nacional, Oquist describe la quiebra de las instituciones parlamentarias, policiales, judiciales y electorales, y la pérdida de legitimidad del Estado entre grandes sectores de la población “por la utilización de altos grados de represión para lograr la obediencia a las órdenes”. El Estado podía disponer de la vida o la salud de hombres que eran pobres.
A lo largo del pacto de paz englobado en el Frente Nacional, encontramos en la prensa nacional artículos parecidos a los de hoy día. “Nosotros nos solidarizamos con el dolor de los trabajadores colombianos que ayer vieron caer a dos de sus compañeros en un choque violento con las fuerzas del orden”, se lee en un editorial de La República. “Pero nos preguntamos desconcertados quién ordenó la movilización de los trabajadores de los ingenios hacia una marcha prohibida sobre Cali”. Otro editorial parecido afirma que pese a la simpatía que produce un desfile fúnebre en el que los estudiantes de la universidad pública bogotana lloran a sus compañeros asesinados por la Policía en días anteriores, no se puede condonar la destrucción del mobiliario: “desmanes injustificables, vergonzosos y hechos punibles”. Los destrozos materiales en falsa equivalencia con el fin de la vida (el Estado podía disponer, sin consecuencias ni remordimientos, de la vida o la salud de hombres que eran pobres). Una práctica que se hizo diaria durante las décadas de la confrontación con las guerrillas y se aceleró con el pacto entre el paramilitarismo y ramas de las fuerzas armadas.
El pasado 12 de febrero, la JEP, mediante su Auto 033 de 2021, dio a conocer que 6.402 hombres pobres fueron víctimas del crimen de ejecución extrajudicial entre 2002 y 2008. Es decir, muertes ilegítimamente presentadas como bajas en combate por agentes del Estado. Alrededor de 1.000 asesinatos al año, durante siete años.
Meses después, se equiparan los daños a la infraestructura con las vidas de muchos jóvenes. Según la Defensoría del Pueblo de Colombia, 46 hombres y mujeres jóvenes han sido asesinados durante el paro nacional, que lleva poco más de un mes. Al final de esta semana que se acaba, Indepaz registraba 76 hombres y mujeres jóvenes asesinados, en su mayoría por el ESMAD, el GOES y otros cuerpos de la Policía (la Fiscalía investigaba 111 casos de desaparición forzada).