Escucha este artículo
Audio generado con IA de Google
0:00
/
0:00
Caminé por la zona verde un sábado de la COP16 en Cali. Entre los árboles caminaban cientos de personas decidiendo qué hacer: escuchar música en vivo, probar frutas “nuevas” que se ofrecían como degustación en los pabellones departamentales, aprender sobre animales raros o comprar ilustraciones y joyas hechas a mano. Los parques parecían estar abiertos a todo el mundo. Decenas de niños hacían fila para dibujar pájaros y parejas se tomaban fotos con letreros que decían “biodiversidad”.
Desde lejos muchos describieron el evento con cinismo (“nada va a cambiar”, “no se concretan los acuerdos”). Desde Bogotá, Julio Sánchez se concentró en historias banales de moteles exóticos. Pero al adentrarse por los caminitos de la mentada COP, era difícil ceder ante el cinismo o burla. Pues más que otra cosa, se respiraba posibilidad.
“Por acá los nombres de nuestros compañeros fallecidos hasta ese momento. Por acá diferentes lugares donde nos atacaban, en Puerto Madera, la Loma, el Paso del Aguante y otros puntos de resistencia” explicó un hombre joven, guía del museo de la resistencia (ubicado en la Zona Verde). Caminando dentro de la carpa, seguido por un grupo grande conformado sobre todo por familias, nos mostró en el piso los “casquillos de lo que nos disparaban”. En el piso vimos las granadas lanzadas por el Escuadrón Antidisturbios Esmad. Vimos además gases lacrimógenos, gases normales “que solamente echan humo” y aturdidoras. “Con una aturdidora me dispararon a mí en un pie y me dejaron cinco días sin poder mover un pie, pero yo seguía saliendo”, narró el guía.
Nos habló de Nicolás Guerrero, uno de los grafiteros asesinados en el contexto del llamado estallido social de 2019. Nos enseñó la ropa de Guerrero colgada en un gancho, su camisera, su gorra, sus gafas. Nos habló de las bibliotecas populares de la dignidad que hoy se erigen en los barrios. El estallido, con sus jornadas largas, no queda solamente en el pasado. “Nosotros todavía seguimos acá y seguimos vivos” nos recalcó el guía, “seguimos dando la lucha por nuestros territorios que son en nuestra ciudad”.
No nos habló sólo de asfalto, cuadras, cemento y casas. Nos habló también de los suelos que rehabilitaron y convirtieron en huertas comunitarias a lo largo de los meses en que la comida escaseaba debido al declive que sufrió la economía popular durante los tiempos de cuarentena, y en que se bloquearon como protesta las carreteras. Los barrios (con ayuda y semillas de la Minga Indígena) recuperaron espacios abandonados, hicieron sus propios sus abonos para cultivar lechugas, tomates, cilantros, pepinos. La cosecha suplementó las ollas comunitarias, que mes a mes se fueron convirtiendo en comedores comunitarios.
“Nosotros todavía seguimos acá y seguimos vivos” repitió el guía al final de la visita. Pese a cinismos o burlas, lo que se vivió dentro de la carpa y en general dentro de la Zona Verde no tiene antecedentes en la historia del país. La efervescencia del movimiento afrocolombiano e indígena se siente en el aire. La memoria del gran estallido urbano se vive sin miedo y muchos parecen acariciar un futuro más digno.
Por su puesto que se trata de un paréntesis en nuestra historia y es imperfecto. El Gobierno Nacional se queda corto tantas veces en tantas cosas. La capacidad institucional es poca. El extractivismo no da respiro. Muchos de quienes participaron del estallido se afanan porque sus barrios son informales y no tienen agua. Y afuera de la carpa la ciudad estaba casi militarizada. El monumento a la resistencia puso de malgenio a líderes de la opinión radial. Sin embargo, tanto el alcalde que es un Eder, como otros empresarios de la región, abrieron una pequeña puerta a la redistribución del poder. Quizá porque saben lo que pasa cuando no comparten nada.